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Introducción
Escribí Crónica de los Años Heroicos en gran medida en respuesta a Crematorio y En la Orilla, las dos obras de Chirbes que la crítica española, tan dada al entusiasmo y a las frases sonoras de contraportada, declaró en el 2013 como las dos «Grandes Novelas de la Burbuja Inmobiliaria». Coronadas con estos y otros laureles, yo me las leí con una anticipación quizás excesiva, esperando encontrar en ellas un retrato de aquel mundo trágico y banal en el que habíamos vivido todos durante las últimas décadas. La corrupción de las élites políticas, económicas y culturales, la somnolencia y el infantilismo del pueblo llano, la pobreza de espíritu de nuestro proyecto nacional y la avaricia provinciana de tanto emprendedor e inversor de última hora parecían prestarse perfectamente a una gran obra/denuncia que colocara a España entera, sin dejar fuera a nadie, frente al gran espejo de sus deformidades.
Lo que encontré entre las páginas de Chirbes, sin embargo, fue algo mucho más estilizado y dramático, y para mí irreconocible. Un país de buenos y malos, de víctimas y verdugos, donde villanos de película, oscuramente atractivos, se conducían con una inteligencia fría, calculadora y cruel, entre personas simples y confiadas. Destacaba Rubén Bertomeu, el protagonista de Crematorio y paradigma del «constructor sin escrúpulos», un arquitecto culto y «hecho a sí mismo» que no se arredraba ante ninguna bajeza moral.
¿Culto? ¿Inteligente? ¿Hecho a sí mismo? ¿Veían Chirbes y los críticos las mismas noticias que yo? ¿Escuchaban los mismos audios de las investigaciones de Anticorrupción? ¿Contemplaban atónitos el mismo desfile de «notables» por la Audiencia Nacional? Pienso en Urdangarín, cuñado del rey y antiguo Duque de Palma, que hacía gala de su ingenio firmando sus correos como «el Duque Empalmado»; o en la tropa chabacana de la Gürtel con su refinamiento de imitación, su ropa de bodorrio y sus peinados de gomina o permanente; o en ese elenco de nombres propios, cada uno con su caracterización teatral, que parecía recién salido de una comedia del destape: «el Bigotes», Carlos Fabra tras sus perennes gafas de sol, doña Rita Barberá con sus aires folclóricos de soprano de la política, y tantos otros.
Todos estos personajes, mucho más coloridos y estrambóticos que los de Chirbes, me resultaban muy familiares, reconocibles no solo como los malvados perpetradores de la desgracia nacional, sino como representantes en general del elemento patrio. Los chascarrillos y la campechanía de las conversaciones grabadas por la policía judicial me recordaban al tono, con frecuencia machista y defensivo, de tantos grupos de WhatsApp compuestos solo de hombres, y a innumerables reuniones de trabajo. Yo no conocía ni a un solo Bertomeu y, sin embargo, a pesar de no codearme precisamente con la realeza, conocía de cerca a montones de Duques Empalmados.
Creo que es de este tipo de desajuste de donde surgen los impulsos creativos: uno ve el mundo que le cuentan, lo compara con el mundo que sufre, y decide enmen-darle la plana al discurso público, lanzarle un sonoro mentís al resto de su sociedad. Si el desajuste es pequeño, nos bastará un comentario airado en el bar o una soflama; si es enorme, nos hará falta una novela entera.
Decidí, como evidencian estas páginas, escribir yo mismo esa historia que no encontraba en las librerías, pero me topé desde el primer momento con un problema: y es que a mí nunca me han gustado la farsas ni las parodias (las considero un tipo de humor fácil que brinda satisfacciones pasajeras en lugar de comprensión), pero no parecía que aquel cuadro se prestara a ningún otro género. ¿Cómo contar un cuento repleto de esperpentos, de personas ridículas, superficiales e ignorantes, sin caer en la caricatura ni en los argumentos de paja?
La idea quedó aparcada durante varios años, hasta que un día me topé con una noticia en la sección de sucesos de un periódico local. Se trataba del asesinato de una casera a manos de uno de sus inquilinos, una historia que me habría pasado inadvertida de no ser por la fotografía que acompañaba al artículo: en un vestido de andar por casa, oculta tras unas gafas de sol baratas de montura marrón, una mujer de entre sesenta y setenta años miraba a la cámara con una seriedad fúnebre. Me recordó de inmediato a mis abuelas y a sus vecinas, a todas esas mujeres, cada vez menos frecuentes, pero tan abundantes hace un par de décadas, que envejecían de repente a partir de los cincuenta, no tanto en su aspecto físico como en su modo de vestir, juzgar y comportarse. Pensé: «Esto fue la burbuja, esto y Urdangarín: el matrimonio infernal entre los Duques Empalmados y las Señoras Caseras». Y tan pronto como lo pensé, vi ante mí a Vicentito y a Roberta tomados de la mano, grotescos y avaros y, sin embargo, también, dignos de lástima.
Roberta no sería nunca muy elocuente, tendría siempre algo más de víctima que de verdugo, pero Vicentito sería parlanchín, porque necesitaría justificarse, defenderse de un mundo (la España posterior a la burbuja, que reniega de sus excesos sin entrar a averiguar sus causas profundas) que lo rechaza, condena y ridiculiza. En el proceso de narrar su versión de los hechos, Vicentito llegaría a verse a sí mismo del modo en que lo veía yo, y trascendería así ambos puntos de vista hacia un cuadro más complejo y fidedigno. Porque no se trataba tan solo de diagnosticar la avaricia o de extender la responsabilidad de la crisis a la población en general, sino de hallar las raíces del desajuste, de ahondar en esa imagen de España, para mí tan evidente, que nadie parecía incluir en sus novelas, y descubrir por qué se dio y por qué la seguimos silenciando.
El desprecio nos ata a aquello que despreciamos, porque nos fuerza a huir en la dirección contraria, determinando así nuestro comportamiento. Solo la comprensión (la narración de la cadena causal) nos permite superar el pasado, abandonar la huida e inventar, por fin, nuevos caminos.
ERL, agosto del 2024
1. Doña Roberta
Roberta olía a comida de puchero, a gallinero de caserón de pueblo, a miseria de siglos. En los últimos tiempos, sexagenaria y obesa, mirándome coqueta desde detrás de sus perennes gafas de culo de vaso, constituía todo un espectáculo circense verla desnudarse. ¡Oh, las marcas de la faja en la carne trémula y blanqui-morada! ¡Oh, la negra hendidura de profundidades ignotas entre sus glúteos, y esos pelillos oscuros y rizados adheridos a pliegues sudorosos! Oh, los temblores de flan, sobre todo, y oh su resoplar desalentado, los sonidos cavernosos y los aires tóxicos que emanaban de sus labios. Nunca le oí decir una maldad, es cierto: no le alcanzaban la imaginación ni la inteligencia para pensamientos malvados. Pero era, en contra de lo que claman ahora sus hijos y la prensa (¡la pobre ancianita tímida e inocente!), tan repugnante por dentro como por fuera. Un alma necia carcomida de avaricia en un cuerpo desbordante y nauseabundo.
Claro que no siempre tuvo ese aspecto. El deterioro fue paulatino, proporcional al aumento de su poder. Cuando yo la conocí, a principios de los noventa, era casi atractiva, si uno lograba ignorar la ropa de señora, el peinado anticuado y los torpes andares con los que las mujeres de clase trabajadora de su generación se esforzaban por parecerse lo antes posible a sus madres y a sus abuelas. Fue en Cerdanilla de la Sierra, el pueblo de Madrid donde siempre ha veraneado mi familia, un atardecer de finales de julio. Yo regresaba dando un rodeo por el camino viejo después de haber comido en casa de mi amigo Robe y haberme pasado la tarde en su jardín despotricando contra mi madre. No recuerdo exactamente lo que me había enfurecido aquel día, seguramente alguno de los «préstamos» que le hacía a mi hermano una y otra vez en flagrante desafío de nuestras finanzas familiares y de cualquier posibilidad de repago. Mi madre tiene un sentido muy aristocrático del dinero, que consiste en gastarlo sin rebajarse jamás a considerar cantidades, como si hacer cálculos, incluso los más someros, se encontrara por debajo de su dignidad. Sea como fuere, excitado de razón justiciera y de gin tonics, yo había decidido demorarme en el regreso a casa por ver si conseguía serenarme y evitar una nueva confrontación. Y en ello estaba cuando, al salir del pinar al claro, noté que había movimiento en el chalet de los Cuéllar. Me sorprendió, porque normalmente veraneaban en Marbella hasta principios de agosto, y con un asomo de angustia (uno siempre se imagina lo peor, y lo peor para mí, en aquel momento, era que Sorayita se hubiera traído a alguna nueva conquista para aprovechar que la casa estaba vacía), me detuve frente a la cancela que daba paso al camino de entrada.
«El Relente», la propiedad de los Cuéllar, era un caserón de dos pisos del siglo XIX con un gran jardín delantero y un prado de dos hectáreas como jardín trasero, ambos poblados de matorrales y algunos árboles dispersos y con el perímetro rodeado por una cerca de piedra a media altura. Aún estaba dudando si entrar y llamar a la puerta haciéndome el despistado, cuando se apagaron las luces de la planta baja y vi salir al general, seguido de un hombre de traje negro y pulcro aspecto funerario y, poco después, a Soraya y una mujer, Roberta, que asumí que sería la esposa del primero. El viejo Cuéllar me vio inmediatamente, pero no me saludó y hube de quedarme allí, frente a la puertecilla, parado como un pasmarote hasta que me dieron alcance.
–Hombre, Vicentito –dijo con malicia mientras abría la cancela, cediéndole el paso a su acompañante–, ¿dándonos serenatas como en los viejos tiempos? ¡Mira que ya no tienes edad!
El general me despreciaba. No le había gustado que Soraya y yo jugáramos de niños, y le hicieron aún menos gracia el tipo de juegos a los que nos entregamos de mayores. Era un hombre alto, guapo, de cabellos y bigote blancos, ojillos azules y una sempiterna pose militar que en él no parecía envarada, sino una parte más de su elegancia natural. A mí siempre me había impuesto respeto. Aun cuando reciprocaba su desprecio y había llegado a convencerme con la ayuda de su hija de que era solo un farsante más, todavía me sentía cohibido ante él, hasta el punto de sufrir en su presencia una suerte de regresión a la infancia que me dejaba como aturdido y tartamudo. Así sucedió también aquella tarde y, para evitar males mayores, me limité a fruncir el ceño y saludarlo con una inclinación de cabeza.
–General –dije. La mirada de su acompañante se deslizó sobre mí sin el menor interés y yo aguardé a que pasaran de largo. Soraya, entretanto, había decidido darse por enterada de mi presencia y se aproximaba con aquella media sonrisa con la que solía anunciarme que estaba de buen humor y que se disponía a decir maldades.
–¡Vicen! –exclamó–. Justo estaba pensando en ti. Venía hablando con doña Roberta de las oportunidades que va a tener en Cerdanilla para expandir su círculo de amistades, y se me había ocurrido que quién mejor que tú para introducirla en nuestro pequeño mundo. Pero permitidme que os presente: Vicen, esta es doña Roberta Alonso, viuda de Gómez. Se dedica a negocios inmobiliarios, compraventa y alquileres, y acaba de adquirir «El Relente». Doña Roberta, este es Vicen, uno de nuestros jóvenes más prometedores.
La burla de Soraya era doble (sus burlas eran siempre dobles o triples o cuádruples, multiplicándose en ocasiones hasta abarcar de un modo oblicuo el universo entero), dirigida en parte a Roberta y en parte a mí. Por un lado me invitaba, con el tono de su voz y su actitud, a que nos burláramos juntos de aquella mujer de aspecto paleto y mirar apocado, y por otro me lanzaba la puya de llamarme «joven» y «prometedor». A los treinta y cuatro años, todas mis promesas permanecían incumplidas y llevaban visos de no cumplirse nunca, como ella misma me había señalado (sin ánimo de crueldad, debo admitir en su defensa, aunque Soraya cometió siempre sus mayores crueldades sin quererlo) durante nuestra ruptura. Roberta, por su parte, no parecía darse cuenta del sarcasmo apenas soterrado. Evidentemente incómoda, di-rigía sus ojos verdes de uno a otro con circunspecta solemnidad. Le llegaba a Soraya al hombro, y todo en su aspecto (la permanente, el maquillaje excesivo, el traje de falda chaqueta rosa oscuro y la blusa floreada, completamente inapropiados para finales de julio) le daba un aire de feligresa endomingada o de pariente pobre en una boda.
–Vamos, vamos –me azuzó Soraya al ver que no entraba al trapo–, ¿dónde están tus modales? ¿Ni siquiera vas a besarle la mano a la señora?
El «señora», como el «doña», formaban también parte de la burla. Roberta tenía aquel día cuarenta y seis años, solo doce más que yo mismo y trece más que la propia Soraya. Yo murmuré un «disculpe usted» y procedí a besarle la mano a Roberta, que se azoró enormemente. El general, para mi alivio, seguía alejándose con el otro hombre y no llegó a presenciar la bufonada de su hija, que la celebró dando palmas. Se le ensombreció el gesto, sin embargo, cuando le pregunté por qué habían vendido «El Relente».
–Ay, Vicen, no querrás que aburramos a doña Roberta con feos asuntos de familia –dijo para escabullirse. Estábamos los tres de pie frente a la cancela en la luz menguante del atardecer, y Soraya se reclinó contra la valla y encendió un cigarrillo–. A usted no le importa que Vicen nos acompañe hasta la cantina, ¿verdad? –le preguntó a Roberta.
–No hace falta que me diga «doña» –respondió Roberta, corrigiéndole a Soraya un respeto que creía inmerecido–. Pero claro que no me molesta que nos acompañe el señor, todo lo contrario.
–«Todo lo contrario», Vicentito –recalcó Soraya, y me guiñó un ojo como para decir: «la tienes en el bote»–. Debe contarnos, doña Roberta (ay, discúlpeme, «Roberta»), cómo se inició en los negocios inmobiliarios. A lo mejor así le da una pista a Vicentito. Le interesan los negocios, ¿sabe usted? O mejor dicho, le interesa el dinero. Pero no tiene suerte, el pobre.
Habíamos emprendido la marcha hacia la cantina, caminando muy despacio a unos treinta pasos por detrás del general. Roberta se cambió el bolso de brazo, un bolso amplio de cuero negro con cierre dorado que usó durante años a manera de cartera y que aquel día debía de contener su documentación y los contratos de la compra.
–No hay gran cosa que contar –dijo tímidamente–. Tenía unos ahorrillos a la muerte de mi marido, que en paz descanse, y hacía tiempo que me rondaba la idea de comprar un piso y alquilarlo. Luego una cosa llevó a la otra.
Roberta no mentía nunca, más por falta de imaginación y por miedo a que su propia torpeza intelectual la dejara en entredicho que por un prurito de honestidad, pero eso no significa que sus relaciones con la verdad fueran sencillas. Como todos los que se atienen a una norma inquebrantable, se veía forzada a constantes negociaciones, fluctuando con grados variables de hipocresía entre el espíritu y la letra.
Tomemos, por ejemplo, al difunto marido, «que en paz descanse». En la intimidad, Roberta no utilizaba nunca la palabra «marido» ni le deseaba paz ni descanso alguno. Lo llamaba simplemente «Florencio» y, aunque no le guardaba rencor por sus años de convivencia, tampoco se hacía muchas ilusiones sobre lo feliz que había sido a su lado. Se habían conocido en un mísero pueblo de Zamora cuando ella tenía diecisiete años y él veintitrés, y a ella le había atraído porque trabajaba de albañil haciendo chapuzas por las casas y las fincas o, por ponerlo en palabras de Roberta, porque en su oficio «no trataba con animales». No era mal mozo y poseía, además, una rara virtud: un sueño, casi una ambición. Florencio fantaseaba con mudarse a la capital, donde había tantas obras y tantos edificios que no les bastaban todos los albañiles de España y se veían forzados a pagarles sumas enormes y a tratarlos como a generales para que no se volvieran a sus pueblos. Yo sospecho que Florencio se habría contentado con fantasear durante el resto de su vida sin poner un pie fuera de Zamora, pero su fantasía, en la cabecita juvenil de Roberta, prendió como un encinar español.
O tomemos esa idea de comprar un piso que le había «rondado» desde hacía tiempo. Más que «rondarla» por «un tiempo», le había obsesionado durante décadas, constituyendo durante su matrimonio el punto de partida de todos sus ensueños. Mientras fregaba los suelos de la casa o les cambiaba los pañales a sus mocosos, Roberta fantaseaba con ser casera (o su término preferido, «patrona»), y con pasearse por sus propiedades cobrando alquileres (que ella prefería llamar «rentas»).
Yo no llegué a conocer a sus padres, y para cuando finalmente visité su pueblo, dos centenares de casas amontonadas en mitad de un paisaje baldío, el caserón de su infancia ya había sido derruido y reemplazado por un adosado de dos plantas. Pero he visto una fotografía, debe de ser del 52 o el 53 a juzgar por la edad de Roberta, en la que ella posa junto a una vecina algo mayor, con una muñeca de trapo en una mano, en una calle en cuesta sin asfaltar, entre construcciones de adobe, con el pelo sucio y despeinado, y sin zapatos. No hay ni un solo elemento en la fotografía (ni cables de la luz ni postes de teléfono ni una mísera antena de televisión) que se hubiera hallado fuera de lugar en el siglo XII, y uno se pregunta quién la sacó, quién en aquel mundo del pasado remoto tenía acceso a una cámara fotográfica.
No es difícil, pues, imaginar de dónde procedía su gusto por el dinero, de qué estaba tratando de huir y de qué creía que podía salvarse si acumulaba el suficiente. Claro que podría haber escogido otras aspiraciones: Roberta había dejado el colegio a los once años y sus padres eran probablemente analfabetos, así que podría haber soñado, por ejemplo, con la distinción de la cultura; o podría haber emulado a las jóvenes emigrantes que volvían de visita al pueblo hablando idiomas y contando aventuras del mundo exterior, o a las actrices que veía en las sesiones de cine casto proyectadas en el muro de la iglesia. Pero no, como al resto de este país, a Roberta le dio en cambio por la avaricia y los inmuebles. Yo sospecho que sus padres, que eran arrendatarios de las tierras que trabajaban y el caserón oscuro donde convivían con sus animales, debían de recibir mensualmente la visita de algún notable local, y que la pequeña Roberta aprendió sus ideales del respeto y el temor que sus progenitores le mostraban al casero.
Lo que sí sé, porque ella lo recordaba de vez en cuando, es la impresión que le causó, nada más instalarse en Madrid, la dueña de la pensión de Lavapiés donde ella y Florencio vivieron los primeros meses. Se hacía llamar «señora Flores» y era una vieja amarga, procedente de un pueblaco de Extremadura, que trataba a sus pensiona-dos con exquisito desprecio. Los pensionados, oponiendo ironía a sus desaires, la llamaban a sus espaldas «la Condesa», pero a Roberta incluso aquel insulto le sonaba bien. Como todos los que creen haberse elevado sobre las circunstancias de su nacimiento, «la Condesa» pensaba que le debía su supuesta buena fortuna a sus propios méritos, y recomendaba más trabajo y menos quejas como solución universal a todos los problemas, ya fueran económicos, personales, políticos o de salud. Para cuando salieron de allí, los vagos ideales de Roberta se habían asentado en un modelo concreto, todo un kit existencial que venía completo con los rudimentos de una filosofía, una estética, una forma de conducirse y de hablar e incluso un plan de negocio. Su timidez natural le impediría siempre adoptar la actitud arrogante de la «señora» Flores, pero esta era una parte del paquete del que podía prescindir.
En los años siguientes, Florencio y ella adquirieron un piso de protección oficial junto al matadero, engendraron dos vástagos, María Luisa y Juanpe, y se dedicaron a lo que se dedican las personas poco interesantes en esta primera etapa de su vida: a ver crecer a los niños, regar geranios y engordar las cifras de la cartilla de ahorros. Florencio, que era un hombre «muy trabajador» y «muy ahorrador», las dos virtudes cardinales en la Biblia para pobres de espíritu de Roberta, se pasaba la vida echando horas en el tajo o recorriendo Madrid de punta a punta haciendo chapuzas. Llegaba a casa exhausto por las noches y se quedaba a menudo dormido delante del televisor sin que lo perturbaran las lloreras de la pequeña María Luisa, que ya entonces reclamaba a gritos la atención de todo el mundo. Para finales de los setenta habían terminado de pagar el piso y Roberta sugirió que compraran otro y establecieran una pensión. Florencio hizo uso de todos sus recursos intelectuales y oratorios para resistirse. Alegó que Roberta tenía ya bastante trabajo cuidando de la casa y de los hijos, que la pensión lo mismo salía bien que mal y que el dinero estaba a buen recaudo en el banco. «Le gustaba hacer montón», explicaría Roberta, «y la verdad es que a mí también, así que no insistí mucho». El placer de «hacer montón», de ver crecer las cifras en la cuenta, de acumular sin objeto, se hallaría en la raíz de muchas de las decisiones que tomó Roberta en su vida y en nuestra empresa, y de casi todos nuestros desencuentros.
En enero de 1991, Florencio, quizás soñando que se sentaba en su sofá para echar una cabezadita, se cayó de un andamio desde un noveno piso y falleció al cabo de tres días en la UVI. «Que en paz descanse». Un mes más tarde, tras lo que debió de considerar un razonable periodo de duelo, Roberta ya se encontraba enfrascada en la gozosa búsqueda de su primer piso.
Para entonces la idea de la pensión había ido madurando hasta quedarse en la de un simple alquiler. La palabra «pensión» se había quedado anticuada en las últimas décadas, y además la mayoría de las pensiones se encontraban en las zonas céntricas de Madrid, donde los precios resultaban más caros y la ubicación menos conveniente si una tenía que ir y venir todos los días para lidiar con los huéspedes. Yo sospecho además que, con aquel olfato inexplicable que Roberta tenía para encontrar terrenos fructíferos, intuyó que las pensiones eran negocios de menudeo que podrían ir bien o mal, pero difícilmente crecer.
En cualquier caso, en junio de aquel año se hallaba ya en posesión de su nuevo piso. Había estado a punto de comprarlo «a tocateja» (expresión suya) pero, por suerte, «el señor de la caja» (expresión suya también) había intervenido a tiempo: ¿por qué gastarse toda su herencia de una sola tacada, le había dicho, cuando podía pedir una hipoteca? Puesto que se disponía a alquilarlo, la propia renta se ocuparía de ir pagándole los plazos y aún le sobraría un poco cada mes que llevarse al bolsillo. Al cabo de unos años el piso le pertenecería igualmente y le habría salido gratis, mientras el resto de su «montón» seguía a buen recaudo. Rápidamente había hecho Roberta su cuenta de la vieja. Dado su espartano estilo de vida, con los hijos ya crecidos y su propio piso pagado, la pensión de viudedad le sobraba para cubrir gastos, así que podía dedicar todo su capital a la adquisición de viviendas. A nueve o diez millones de pesetas por piso, dos millones y medio de entrada y medio millón más de gastos iniciales, podía comprarse con holgura media docena. Para cuando nos la encontramos Soraya y yo, dos años después de la primera transacción, Roberta alquilaba ya, en total, tres pisos, y andaba a la búsqueda (gozosa) del cuarto.
–¿Ven? No había mucho que contar –nos dijo Roberta a la puerta de la cantina, y aunque ciertamente no nos había contado gran cosa, mucho de lo que yo descubriría en detalle más adelante (el pueblo, la miseria, el piso de protección oficial, los dos hijos ignorantes y desagradables e incluso su olfato para la riqueza) podía sospecharse ya, a pesar de sus denuedos, en su modo de hablar y de caminar y de vestirse.
* * *
La cantina de Cerdanilla era por aquella época un local de una sola planta con puerta doble de caballeriza y remaches negros de hierro fundido, techos rústicos de maderos, suelo de baldosas naranjas y una larga barra de roble asentada sobre un mostrador de azulejos blancos. Hoy tiene el aspecto que le dejó la reforma que hicieron durante la burbuja, cuando pasó a ser un «Asador/Restaurante» de puertas de cristal esmerilado, recepción aparte y comedor de lujo en una nueva planta repleta de ventanales, pero a mí me gusta recordarla como era entonces, con aquel aire de refugio de cazadores y aquel olor a antiguo, a hombre pulcro, a esencias. No era raro, de hecho, encontrarse allí los domingos con una partida de caza que hubiera parado a echar un vermú antes de regresar a sus hogares, dejando las escopetas apoyadas en un rincón y un puñado de aves colgadas del respaldo de una silla.
Aquella tarde solo había un par de habituales acodados en la barra y, en una mesa junto a la chimenea sin fuego, Sancho y dos de sus secuaces. Sancho era el hijo del mayordomo de los Marqueses de Oreja, los abuelos de mi amigo Robe, de cuando los Oreja todavía tenían mayordomo, y él se había criado corriendo por su palacete. A los veinte años le había dado por meterse en el negocio de la construcción, y los padres de Robe le habían ayudado a conseguir sus primeros contratos con el ayuntamiento, favor que él les había pagado adquiriendo el solar de su antiguo jardín y levantándoles un adefesio de tres plantas a siete metros de sus balcones. Todo el pueblo, o al menos todas las personas que yo conocía, le habían afeado su ingratitud y le habían retirado el saludo, pero él enfrentaba las críticas con un orgullo desafiante de supuesto hombre de acción. Se pintaba, al estilo de tantos otros Sanchos antes y después que él, como un emprendedor hecho a sí mismo que venía a remover las aguas estancadas de una clase alta inmovilista y anticuada. Un tipo de hombre «moderno» que se remonta hasta la Edad Media y que en este país de atrasos seculares nunca ha perdido vigencia, aunque quizás en él tuviera algo más de sentido que en otros: era hijo, después de todo, de un mayordomo, y se había criado en un palacete que hoy estaba protegido por Patrimonio, de modo que los siglos precedentes no le caían demasiado lejos.
En cuanto entramos en la cantina, yo percibí en la atmósfera una tensión mayor aún que la habitual.
–¡Vicentito! –me saludó Sancho, haciendo ostentación de que no saludaba a nadie más. Yo le respondí con un «qué hay, Sancho», porque eso de retirar el saludo me ha parecido siempre algo muy teatral y antiguo, pero no me aproximé a su mesa, sino que seguí a Soraya y Roberta hasta la barra. Allí el general estaba hablando en voz alta, con el deseo evidente de que Sancho escuchara todas sus palabras y dando muestras exageradas de su buen humor.
–¡Ni aunque me hubieran ofrecido el doble! –estaba diciéndole a su acompañante, que resultó ser el notario del traspaso–. Y no por una cuestión sentimental. Más bien por deber cívico, para evitar que levanten otro adefesio de adosados y se los vendan a cuatro contables de Madrid, que solo vienen aquí para que sus hijos hagan «amistades» de verano.
Roberta no se atrevió a abrir la boca en todo el tiempo que Sancho permaneció en la cantina, presa de un mutismo empecinado que en cualquier otra mujer quizás habría levantado sospechas. Incluso cuando el general la interpeló directamente («¿Qué le parece, señora Alonso?») ella se limitó a decir «Muy bien», como si no supiera de qué le estaban hablando. Recuerdo haber pensado, mirándola mientras bebía incómoda de la copa de cava con la que pretendíamos celebrar el trato, que para llevar a cabo con éxito un proyecto empresarial se requería aquel tipo de insistencia de mula de carga, paciente y obcecada, tirando siempre en la misma dirección y con la misma fuerza. Roberta había tenido una sola idea en veinte años y en eso consistía su poder. Pero aunque envidié un poco su destino de arco de ballesta, tan claro y tan limpio, tan simple, llegué a la conclusión de que carecía de interés. En uno o dos años tendría sus cinco o seis pisos y, consumido el capital acumulado por el marido, la historia habría terminado.
Lo interesante (y esta no era una idea nueva, sino algo que llevaba yo rumiando mucho tiempo y que en parte justificaba mi parálisis) no era la mera acumulación, sino el crecimiento, la puesta en marcha de una maquinaria capaz de alimentarse a sí misma y de aumentar de tamaño en progresión geométrica. La acumulación simple se encontraba al alcance de cualquier albañil, de un difunto marido cualquiera, y no prometía nada nuevo, porque a uno le bastaba una sencilla multiplicación para calcular dónde se encontraría en dos, diez o veinte años. Para alimentar sueños realmente atractivos, sueños poblados de horizontes impredecibles, capaces de liberar de una vez por todas al futuro de las limitaciones del presente e incluso de las limitaciones de nuestra propia imaginación, se requería algo infinitamente más poderoso. Algo que doña Roberta, con sus pisos y sus alquileres, no había sido capaz de encontrar.