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El misterioso atractivo sexual de la literatura

He estado pensando estos días en la historia de Sergi Puertas, el autor de un libro de relatos distópicos que se hizo pasar por una joven de 25 años para encontrar editor. En la entrevista que dio a El Confidencial repite en varias ocasiones que su libro «ganaba mucho» si uno pensaba que la autora era una joven atractiva en lugar de un cincuentón, y que pretender que no es así supone «no entender cómo funcionan las personas, cómo funciona el mundo». Pero, ¿cómo funcionan las personas y el mundo? Él no entra a dilucidarlo, lo da por evidente, aunque está claro que cree que se trata del poder de atracción del sexo. «El sexo vende», etc.

¿Es así realmente? Parece tener muy poco sentido en cuanto lo pensamos un poco: la mayoría de las personas no tiene sexo con sus libros (o muy pocos se confesarían «bibliófilos» con tanta alegría), y parece ridículo hacer la inversión de dinero y, sobre todo, tiempo, que requiere su lectura solo por la vaga conexión que pueda establecerse entre un montón de texto y la imagen de su autora. El mundo está repleto de pornografía gratuita, ¿qué tipo de sibarita intelectual busca sus estímulos en la sección de ficción contemporánea de una librería? ¿Y es este un mecanismo que solo funciona si nos atraen las mujeres? La mayor parte del público lector son hoy día mujeres que prefieren leer a otras mujeres: ¿son todas homosexuales o es que el truco del atractivo sexual solo funciona con los hombres? Pero entonces, ¿por qué los hombres se han pasado dos milenios y pico leyendo exclusivamente a otros hombres?

Y sin embargo, Puertas tiene razón: un libro de relatos de ciencia ficción oscuros y violentos realmente gana si lo escribe un mujer joven y atractiva. Pero, ¿por qué?

Toda adquisición implica la totalidad de nuestra identidad. Digamos que vamos a comprar un coche: si lo compramos por su diseño exterior, es porque valoramos una cierta capacidad estética y queremos atribuirnos la posesión de un objeto que la represente. Hay quien habla antes que nada de centímetros cúbicos y revoluciones por minuto, porque valora el conocimiento técnico y a las personas que toman decisiones basadas en números. Yo tengo un Subaru Forester porque su interior me pareció espacioso y cómodo, que es algo que asocio con el lujo, aunque no se trate de un coche de alta gama. A Molly, sin embargo, no le gusta nada, y prefiere conducir su Chevy Cruze de tercera mano del 2012 a pesar de que no tiene cámaras ni los últimos sistemas de seguridad, porque lo que ella valora en un coche es que sea «razonable» (es decir, pequeño, como opuesto a los «monstruos» que conducen la mayoría de sus compatriotas). ¿Por qué ella quiere ser ante todo «razonable» mientras que yo deseo algo así como un «lujo no ostentoso»? La respuesta se encuentra en cada una de nuestras intrahistorias, en los coches que condujeron nuestras familias y la relación que tuvieron con ellos y los juicios que emitieron sobre los de los demás. El asunto aquí es que, sean cuales sean la racionalizaciones que esgrimimos para tomar nuestras decisiones de compra, lo que subyace es siempre la identidad que queremos atribuirnos, el tipo de persona que estamos tratando de ser. El coche que adquiero, espacioso o bonito o sostenible o razonable, se convierte en un atributo secundario de mi propia identidad.

Si yo compro un libro de relatos de ciencia ficción escrito por un autor desconocido español de 50 años, ¿quién soy? Mi identidad se contagia de la que le supongo al autor (de quien solo conozco la edad) y me imagino de pronto rodeado de cincuentones aficionados a los comics, hombres-niño sin parejas o con parejas armadas de paciencia, poco atractivos todos ellos, deficientes en talento e higiene. La imagen es probablemente injusta, pero difícil de evitar. Si hablamos de valor, este es un grupo demográfico del que media humanidad está tratando de alejarse.

Por contraste, ¿quién soy yo si leo un libro de relatos oscuros y violentos escritos por una mujer de 25 años? En la práctica, seguramente me encuentre rodeado del grupo demográfico anterior, pero no es así como me veo, porque mi vínculo no es con los demás lectores, sino con ella. Es de su identidad de la que participo a través de la compra de su obra. Nótese que, no importa cómo sea de atractiva, si esta autora hipotética hubiera escrito un Premio Planeta o una novela romántica, su obra seguramente carecería de atractivo para Puertas. Es porque la autora pertenece a un grupo con el que le gustaría verse asociado (mujeres atractivas pero que comparten sus intereses y perspectivas, todos los cuales a su vez son para él significantes del valor) por lo que le resulta atractivo su libro. Su libro reivindica y revaloriza sus propios valores. «No somos solo hombres blancos de cincuenta aficionados a los comics, ¡hay entre nosotros mujeres jóvenes!», le dice.

Y todo esto, por supuesto, sin haber abierto una sola página del libro, sin haber leído un solo párrafo. «¡Pero el valor está en el texto, no en quién lo haya escrito!» -afirmar esto es demostrar que, en palabras de Sergi Puertas, uno no entiende cómo funcionan las personas ni el mundo. El valor no emana del texto de un modo intrínseco, de una combinación mágica de palabras, del lenguaje como conjuro: el valor se construye a partir de las conexiones que el texto establece con la red de valores que constituyen el mundo, y su relación con el autor (incluso si es una relación anónima) forma una parte nada trivial del conjunto.

Así que no, no es que el sexo venda, lo que vende es lo que el sexo sea capaz de significar en cada caso y para cada cual.


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