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El simple dato de la muerte

La muerte de un amigo es una amputación de la conciencia. Un pedazo de nuestro cerebro, hasta hoy útil y activo (esta persona existe, cuenta en mis planes y en mis cálculos, posee esta relación conmigo en todos sus niveles de complejidad) se vuelve de repente una zona prohibida. Cada ruta que llevaba hasta ella debe ser reconducida, re-inscrita. No la eliminamos, porque no existe el borrado en la naturaleza, pero no se trata ya de alguien a quien podamos comprar regalos o enviar un mensaje o ante quien escenificar nuestros éxitos: pasa en nuestro propio interior de realidad efectiva, de condicionante y consecuente, a mero conjunto de recuerdos. Lo cual requiere trazar desvíos en el entramado neuronal, que reescribimos a través de pensamientos recurrentes, como cuando repasamos con el lápiz una corrección. «Aún no me lo creo», decimos con frecuencia en los primeros días, porque cada vez que cruzamos accidentalmente a la zona restringida como a una ciudad recién evacuada, vemos alzarse a nuestro alrededor los recuerdos intactos del amigo ausente: su timbre exacto de voz, su risa, su actitud y opiniones; nada ha cambiado aún porque se les haya añadido el simple dato incomprensible de la muerte.

De la desaparición de Pedro nos enteramos Molly y yo con más de un año de retraso hace unos días. A Molly le gusta mandar tarjetas de Navidad, que es algo muy común en EEUU pero que suele hacer más ilusión a sus destinatarios en España precisamente porque no están acostumbrados a recibir correos postales que no vengan del banco. A comienzos de diciembre se sienta a escribir y periódicamente manda un mensaje de texto para asegurarse de que las direcciones de su agenda siguen al día. Este año, Pedro no respondió a su mensaje inicial, ni tampoco, algo después, a su correo electrónico. Cuando comprobamos que su perfil de Facebook había sido borrado, nos temimos que le hubiera sucedido algo. Una búsqueda rápida en internet nos condujo a una noticia de El Diario de septiembre del 2023. Bajo un fotografía de él sonriendo entre girasoles, el cuerpo de la noticia decía que continuaba su búsqueda, a pesar de que su moto y su ropa habían sido localizadas en una playa de La Palma y de que todo parecía indicar que se había dado un baño del que no regresó nunca.

Estos días, preguntando a otros amigos y familiares si habían llegado a conocerlo, he recibido una y otra vez la misma respuesta: no, pero sé de quién hablas, porque me has contado veinte historias sobre él. Yo soy el tipo de persona que cuenta historias, y Pedro, incluso antes de este modo tan extraño, tan novelesco, de desaparecer de mi vida, era el tipo de persona del que otros oyen hablar, porque se conducen por el mundo de un modo que se presta a la narración y la anécdota. Las historias de los locos y de los niños carecen de interés porque carecen de sentido, porque contienen solo la novedad fácil del absurdo; las de la mayoría de las personas, porque carecen de originalidad. Las historias se vuelven interesantes cuando son impredecibles pero coherentes, es decir, cuando son la consecuencia lógica de personalidades irrepetibles.

Yo solía hablar, por ejemplo, de las dos ocasiones en que Pedro durmió al raso en la estación de Shinjuku, en Tokio, porque quería saber qué experimentaban las personas sin hogar que se agrupaban allí por las noches; o de sus viajes en motocicleta por Asia y Europa, o de sus documentales, o de la infinidad de historias que extraía de su trabajo como agente judicial («¿saben el nota que sale con guantes en las películas a pasear el arma del crimen delante del jurado? Ese soy yo», nos explicaba con su gracia habitual), o de sus infinitas iniciativas empresariales, o de la colección de tarjetas de presentación, cada una con una profesión diferente, que llevaba en la cartera. La variedad, cuando no es absurda, es color, y mi vida contenía más color por la variedad que introducía Pedro en ella.

Otra de las historias que cuento a menudo es que fue él quien, cuando yo estaba buscando mi primer trabajo como informático, me animó a mentir en el curriculum vitae. Vivíamos los dos en Tokio por aquella época, y en Japón se requiere una licenciatura para obtener el permiso de residencia. Yo, que solo había cursado un año de Filosofía, había obtenido el mío a través de Molly como «acompañante consorte» (un «consorcio» con las clase media que me ha brindado muchos privilegios prestados). Pero Pedro, que se encontraba en una situación parecida a la mía (lo que él había abandonado era Periodismo, algo más adelante llegaría a terminar Psicología) había hecho algo que a mí me parecía impensable: había mentido al Ministerio de Interior japonés, aportando como evidencia un diploma falsificado. Cuando comencé a planear mi regreso a España, ojeé ofertas de trabajo de programador, una profesión que había estado aprendiendo por mi cuenta, y me encontré con que había muchas en las que no requerían haber estudiado Informática. Solo había un problema, y era que los departamentos de recursos humanos exigían, como Japón, una licenciatura, del tipo que fuera, y a estos no les bastaba con mi consorcio con Molly. «Diles que terminaste Filosofía», me aconsejó Pedro en cuanto le planteé el problema: «¿Qué más da, si no tiene nada que ver? En España no se comprueban esas cosas, ¿y por qué vas a tener tú menos oportunidades que cualquier tonto con carrera?» Averiguamos qué es posible porque lo vemos a nuestro alrededor, y por eso nos conviene rodearnos de personas que no conocen límites: porque su comportamiento, sus aventuras, nos hacen más libres.

Hablamos de esto en nuestra última conversación por WhatsApp, unos días antes de que desapareciera, porque yo lo había mencionado en una de las historias de mi próximo libro y se la había enviado. Estos mensajes han desaparecido misteriosamente de mi teléfono móvil (WhatsApp suele hacer ese tipo de trastadas), pero recuerdo que me dijo que se enorgullecía del papel que había jugado en ella.

La última vez que Molly y yo lo vimos en persona fue en Madrid, en verano, durante una de nuestra visitas esporádicas a España, porque él se vino desde Tenerife con el único propósito de encontrarse con nosotros. Llegó por la mañana y, pasada la medianoche, se marchó a dormir al aeropuerto, un esfuerzo que nos pareció descabellado (nuevamente, algo que a nosotros no se nos habría ocurrido siquiera sugerir, pero que a él le parecía natural) y que nos hizo sentirnos queridos y especiales, valiosos. Me consuela pensar que fuimos capaces de devolverle aunque solo fuera una parte de ese sentimiento.

Es invierno en Minnesota. Fuera de mi ventana se expande un paisaje apagado: el blanco de la nieve sobre los jardines y los tejados, los ocres de los árboles sin hojas, el negro de los pájaros y el gris del cielo encapotado a quince grados bajo cero. Mientras se van cauterizando las conexiones desgarradas alrededor de la zona de mi ser que solía ocupar Pedro, es quizás inevitable pensar que hay menos color, menos libertad y menos valor en mi vida porque él no está ya en ella. Es importante recordar también que yo mismo tengo más color, soy más valioso y libre por haberlo conocido.

Pedro, Molly y yo en Tenerife en el 2017
Pedro, Molly y yo en Tenerife en el 2017

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