Cuando leemos la frase «huele a hierba recién cortada», no estamos solamente procesando un estímulo, sino diciéndonos a nosotros mismos que «huele a hierba recién cortada», colocando a la conciencia a medio camino de la percepción.
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Hablaba hace unos días, al hilo de «Tu sueño imperios han sido» de Álvaro Enrigue, de la sensación de «estar ahí» que proporcionan algunos textos, mucho más vívida y real que las llamadas «experiencias de inmersión completa» más sofisticadas. Por supuesto, no todas las lecturas lo consiguen (ni está claro que lo persigan) y es posible que se requiera también del lector cierta capacidad de concentración o de entrega.
Creo que este fenómeno se debe a que leer consiste fundamentalmente en pasarle el hilo de nuestra conciencia a una voz ajena. Cuando leemos la frase «huele a hierba recién cortada», no estamos solamente procesando un estímulo (como sucedería en una realidad virtual), sino diciéndonos a nosotros mismos que «huele a hierba recién cortada», colocando a nuestra conciencia a medio camino de la percepción. Durante el tiempo que dura la lectura, nuestra propia voz interior se acalla, deja de dirigir nuestro pensamiento y le pasa las riendas a la voz del autor o de la autora, que las tomará a partir de ese momento para llevarnos por rutas neuronales fuera de nuestro control.
Durante el tiempo que dura la lectura, nuestra propia voz interior se acalla, deja de dirigir nuestro pensamiento y le pasa las riendas a la voz del autor o de la autora, que las tomará a partir de ese momento para llevarnos por rutas neuronales fuera de nuestro control.
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La utilidad de este fenómeno en seres sociales resulta evidente, porque nos permite extender los tentáculos de la experiencia individual mucho más allá de lo que sería posible en una sola vida. No es que yo haya aprendido algo sobre la conquista de México en la novela de Enrigue, es que he vivido una parte de esa conquista, es que, bajo una forma fantasmática pero indudable, he estado allí.
Como decía, no todos los textos producen este efecto, a pesar de que en todos ellos le prestamos nuestra mente a la voz del autor, y esto se debe a que el discurso puede ocupar tantos niveles como los que ocupa la conciencia misma. Generalmente se mantiene, como esta entrada, en niveles medio-altos de abstracción, y es solo cuando desciende a las áreas sensoriales que comienza a generar experiencias. Incluso entonces, unos tipos de experiencia surten más efecto que otros. Las referencias a olores («huele a hierba recién cortada»), efectos de la luz («vio su propia imagen reflejada en el charco») o sonidos («sus pasos resonaron en el linóleo de la estación desierta») funcionan mucho mejor que simples descripciones visuales («se aproximó a una casa de color rojo»), seguramente porque estas últimas son demasiado habituales.
En Dantalión, yo utilizo esta técnica para generar un contraste entre la irrealidad que permea la novela y la sensación de hiperrealidad que otorgan estas descripciones sensoriales.
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En Dantalión, yo utilizo esta técnica para generar un contraste entre la irrealidad que permea la novela (la oratoria de personajes esperpénticos, los escenarios goyescos) y la sensación de hiperrealidad que otorgan estas descripciones sensoriales. Las gotas de lluvia en la barba de dos días de un cura, la sábana tendida que ondea en el balcón de la única casa intacta en un pueblo en llamas, la paloma que se posa sobre la cabeza del cadáver agarrotado del «monstruo de Ribarroya» para echarse a volar después hacia un cielo nítido de mediodía… Todos estos detalles se van acumulando para causar en el lector la impresión inquietante de que lo que lee en la superficie carece de importancia, de que lo esencial subyace al discurso y se encuentra de algún modo encerrado en estas percepciones. Y aquí precisamente se encuentra la verdad de esta novela.
Dice Heidegger que nos hemos olvidado del ser, y que recordar el ser consiste en percibirlo como aquello que subsiste por sí mismo, que no necesita para nada de nuestra ayuda. Nos encontramos siempre envueltos en nuestros discursos, en el proyectarse histórico de nuestra identidad de un modo que abarque el mundo, tratando de que todo cuadre, de comprenderlo todo, o al menos todo lo que nos concierne. Nos formamos nuestras teorías, nuestras ideologías y actitudes como parte de este proceso. Pero por debajo de todas las teorías, de todas las posiciones, de todas las identidades, subyace el ser, que no necesita de ninguna de nuestras construcciones.
En Dantalión, el protagonista, que ha decidido situarse al margen del mundo, se va encontrando en su periplo con personajes que defienden (con éxito variable) su modo de involucrarse. Todos ellos, Dantalión incluido, se encuentran situados, mientras que, más allá de toda situación, por debajo, ya dado siempre de antemano, está el ser, el campo de la experiencia del que parte todo lo demás, y que como lectores vislumbramos brevemente en las gotas de lluvia adheridas a una barba de dos días.
Nos encontramos siempre envueltos en el proyectarse histórico de nuestra identidad de un modo que abarque el mundo, tratando de que todo cuadre, de comprenderlo todo, o al menos todo lo que nos concierne. Pero por debajo de todas las teorías, de todas las posiciones, de todas las identidades, subyace el ser, que no necesita de ninguna de nuestras construcciones.
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En El Entretanto vuelvo a utilizar esta técnica, pero esta vez de un modo explícito, porque ya no se trata de señalar la existencia de los dos planos, sino de mostrar las relaciones causales que se dan entre ambos. El Entratanto abarca más de cien años de historia local y global de un modo fragmentario, saltando entre generaciones para poner de relieve el modo en que se generan las identidades individuales y grupales a partir de los flujos del valor, cómo lo concreto emerge de lo general y lo general de lo concreto. Para ello, las escenas dispersas como nodos de una red (Natalia y Eneko muertos en el coche en el 2024, Valero conociendo a la Margari en las fiestas de 1981, Ángel uniéndose a los carlistas en el 36) deben crear, a través de estas impresiones vívidas, islotes experienciales en el lector, que se verán después enlazados por el discurso teórico-narrativo (los vértices de la red, la malla que enlaza los nodos).