Recibí la ciudadanía estadounidense una semana antes de las elecciones del 2024, así que tuve la oportunidad de «tirar mi voto a la basura» en este país del mismo modo en que lo he tirado siempre en España (nunca he votado por un partido con posibilidades de gobierno). De hecho, aunque la solicité también por motivos prácticos, el impulso definitivo me lo dio el deseo de negarle el voto a Joe Biden, de demostrar mi furia ante su apoyo diplomático, logístico y económico a los crímenes de Israel.
Este posicionamiento ha provocado algunos momentos de tensión con aquellos amigos que pensaban que, para frenar a Trump, era necesario pasar por alto un genocidio. Uno de ellos, un americano al que conocí en Tokio y al que no he visto (ni con quien he hablado) desde que me marché de aquella ciudad hace casi veinte años, parece haber decidido que yo soy personalmente responsable de los excesos del nuevo presidente, y me lo hace saber periódicamente por redes sociales o en mensajes privados. Por ejemplo, cuando a Trump se le ocurrió proponer en voz alta la limpieza étnica de Gaza (un deseo que ni siquiera Netanyahu había admitido en público), este amigo me escribió diciendo: «Flaco favor les habéis hecho a los palestinos tú y todos los que criticasteis al Partido Demócrata».
Llegados a este punto, tengo que hacer un esfuerzo para contenerme, para no seguir esa ruta bien conocida, recorrida tantas veces, que me lleva de un argumento hasta el siguiente a través de cadenas de pensamiento reiterativas e imparables. Mi primer impulso consiste en enumerar crímenes y datos que me den la razón, en apilarlos como evidencias sobre la mesa de esta página, levantando una construcción de palabras que arrasen cualquier asomo de respuesta o de protesta. Aquí está mi verdad, trágala. Cuando pienso en los errores (de lógica, de información, incluso morales) que comete mi amigo de Tokio, esta persona a la que no he visto en veinte años y a la que quizás no vuelva a ver jamás, me posee una furia justiciera, una necesidad de corregir y silenciar digna definitivamente de mejor causa.
Claro que yo no soy un caso aislado o patológico: el ser humano mata por política más que por ninguna otra razón (la religión, cuando es homicida, es política también). Pero aquí, me parece a mí, hay un misterio. Porque de todos los innumerables aspectos de nuestras vidas, ¿es este realmente el que merece las pasiones más enconadas? No quiero afirmar que la política no importe, que no debamos implicarnos en nuestro destino común, como esas personas que se declaran «apolíticas» por desidia o ignorancia. Lo que quiero es cuestionar la raíz de ese interés, de esas pasiones que me han parecido siempre, en otros y en mí mismo, sospechosas.
¿Qué motivó realmente aquellos mensajes que publiqué en redes sociales durante todo el 2024 atacando a Biden y Harris y la autocomplacencia de sus seguidores? ¿Y por qué me inquietan tanto estos debates políticos, tanto en internet como en la llamada «vida real»? Hay una carga emocional en todos ellos que va mucho más allá de un simple intercambio de opiniones o información, pero, ¿de dónde procede? ¿Cuál es su raíz psicológica?
Si hago examen de conciencia, debo admitir un cierto grado de petulancia, de superioridad moral, en mi propia actitud. Cuando enlazaba a un vídeo o un artículo que demostraba la crueldad de una masacre subvencionada y defendida por el Partido Demócrata, lo que estaba haciendo era decirles a mis amigos de izquierdas: «Creéis que sois personas buenas y razonables, progresistas e incluso radicales, y sin embargo apoyáis a un partido corrupto y homicida». Pienso a menudo (y me basta pensar en ello para recuperar toda mi rabia) en la imagen de Sidra Hassouna, de siete años, colgando muerta de un muro con las piernas hechas trizas, y en la sentencia con dejes de maldición de cierto comentarista cuyo nombre no he logrado recuperar: «A partir de ahora, esto es lo que representas, América. Esta es ahora tu bandera». Tanto el comentarista como yo cuando reproduje su mensaje nos situábamos del lado de Sidra, en la absoluta corrección moral, y condenábamos a todos aquellos que, por acción u omisión, habían causado su muerte. ¡Qué buenos éramos los dos y qué malos, estúpidos o indiferentes eran todos los demás!
No hay modo de condenar la posición de otros sin elevarnos a nosotros mismos, y aquí, creo yo, se encuentra la raíz de esa carga emocional de la que hablaba antes. No estamos solamente intercambiando «opiniones», ni mucho menos información, sino arriesgando nuestro valor y nuestra identidad en un juego de suma cero, donde uno de nosotros debe perder. Si yo tengo razón, tú eres peor persona de lo que crees. Si la tienes tú, la peor persona soy yo.
Tomemos a mi amigo de Tokio, un ejemplo tan representativo que parece inventado. Este hombre es de Detroit, una ciudad famosa por la industria de la automoción, con una fuerte presencia sindical y una clase trabajadora tradicionalmente amplia y activa. Desconozco los detalles de su juventud, pero me la imagino desarrollándose en un ambiente en el que ser de izquierdas suponía un valor innegable. Para él, el Partido Demócrata no es uno más de los órganos de poder de un país imperialista y violento, sino «nosotros», o al menos «los nuestros». Si uno tiene problemas con las acciones o las omisiones del Partido (al que él llama «la Coalición»), no deja de votarles, sino que trata de dirimir sus reclamaciones «desde dentro» (aquí subyace, evidentemente, una concepción bastante idealista de la participación democrática, del acceso que él o yo podamos tener a esa «interioridad» del «nosotros»).
Es decir, para mi amigo de Tokio, «lo correcto» (y lo correcto es lo que debe hacer toda «buena persona» si está bien informada) es votar al Partido Demócrata y participar en sus procesos internos. Para mí, sin embargo (yo crecí en un entorno más afín a una izquierda anti-imperialista que miraba con sospecha todo lo que procediera de América), el Partido Demócrata es uno de los actores principales de una historia criminal de invasiones, dictaduras y opresión. Yo postulo, por tanto, que «lo correcto» (lo que hacen las personas informadas y honestas) es criticarlo y castigarlo -como lo critico yo mismo y como lo castigo negándole mi voto y mi apoyo.
En la vida corriente no nos atrevemos a decirle a nadie que es peor de lo que cree y que, para estar a la altura, debe intentar emularnos, ni por supuesto toleramos que nadie nos lo diga a nosotros. Si nos lo permitimos en política, esto se debe a que el ataque no parece ir nunca dirigido a la persona que tenemos en frente, sino hacia otros: Biden, Harris, la violencia o la injusticia, el imperialismo o el capitalismo. Esas personas que dicen no interesarse por la política generalmente están tratando de huir de estos juicios de valor, de estos juegos emocionales y dialécticos de los que temen salir perdedores.
Y aquí es donde el asunto se complica. Porque, ¿quién tiene la razón, mi amigo de Tokio o yo? Los indiferentes dicen: «Nadie», o «Todos en alguna medida», y tratan así de salirse del juego, de posicionarse sobre él, de afirmar que la verdadera superioridad, la sabiduría, el «ser buenas personas», consiste en no jugar. Se imaginan que acaso, si todos actuáramos como ellos, el mundo sería un lugar pacífico y próspero. Por supuesto, si todos actuáramos como ellos, el mundo estaría anclado en la esclavitud, en las monarquías absolutas o el feudalismo: mujeres y minorías vivirían para siempre en la opresión obscena en la que se han pasado la mayor parte de la historia, la jornada laboral se extendería indefinidamente, la pobreza conllevaría una esperanza de vida ínfima, etc.
«La razón» no existe, sino que se define en el juego, en la lucha, a veces dialéctica y a veces violenta (la violencia es la extensión de la palabra). Puesto que todo lo que existe son nuestras ubicaciones respectivas, yo tengo la obligación moral de comunicar la mía para relativizar la tuya, la de Biden, la de mi amigo de Tokio. El mundo es la suma total de nuestras posiciones, y por lo tanto participar en él (y modificarlo, aunque sea en la pequeña medida de nuestra insignificancia) consiste en declarar, bien alto y claro: «Estoy aquí». Con ello constatamos, sí, las distancias que nos separan, pero contribuimos también a reducirlas (¿cuántas personas debaten hoy el derecho de la mujer al voto, o la ley del divorcio o, mucho más reciente, el matrimonio homosexual, temas todos que suscitaron en su momento enfrentamientos furiosos?) mientras avanzamos juntos en la larga marcha errabunda de la historia.
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