fbpx

La depresión como mecanismo de modificación del comportamiento

Solemos representarnos nuestros procesos de decisión como si respondieran a mecanismos lógicos y conscientes: me despierto por la mañana, decido qué voy a hacer durante el día y simplemente «llevo a cabo» estas decisiones. En realidad, nos parecemos más, tanto a nivel físico como estructural, a plantas que a computadoras. No registramos un dato en memoria de una vez para siempre y lo tenemos en cuenta a partir de entonces en nuestros cálculos, sino que, como crece el micelio de un hongo o se expanden las raíces de un árbol, construimos nuevas conexiones lentamente y a base de repetición y refuerzo.

Tomemos por ejemplo el fenómeno de la memorización. Digamos que estoy tratando de recordar los colores en japonés, y leo en una tarjeta que «midori» significa «verde». Aquí se ha establecido una conexión entre un sonido, «midori«, y el color verde. Una computadora no necesitaría nada más. Pero para que esta conexión permanezca en un cerebro humano, yo tengo que repetírmelo en varias ocasiones, es decir, necesito reforzar la conexión, engordar los hilos neuronales que van de una a otra. Si dentro de diez minutos pongo a prueba mi memoria y me digo «midori significa rojo», cuando compruebe mi error, me castigaré un poco, quizás incluso me insulte: «imbécil, midori es verde, midori es verde». Es decir, la evidencia de mi error me causa dolor, aunque sea mínimo, y este me ayuda a romper un vínculo (midori y rojo) y reforzar otro (midori y verde).

Estos ciclos de dolor y repetición, ¿no recuerdan, a un nivel de baja intensidad, a los procesos depresivos y a los pensamientos en bucle que se dan en ellos? Algo no está bien y, creamos o no conocer la causa, no dejamos de darle vueltas, de repetirnos una y otra vez pensamientos parecidos, como si estuviéramos tratando de fijar nuevas conexiones.

Yo creo que el principio que gobierna todo nuestro comportamiento es la búsqueda del valor, un concepto vacío que para cada persona significa algo diferente. Pongamos por caso que alguien se me aproximara y me dijera que me admira mucho por mi caligrafía: simplemente adora la forma en la que escribo la letra «a», algo que ella considera vital. No importa cómo de sincera fuera su admiración, a mí me sería indiferente, no causaría en mí ningún efecto. Ahora bien, si la misma persona me expresara su admiración por mis novelas, esto sí surtiría en mí un efecto positivo, porque ser un buen escritor es algo que yo valoro a mi vez. Es decir, todos queremos ser valorados, pero cada uno de nosotros en nuestros propios términos. Cuáles sean los términos de cada uno, dependerá de su biografía, de quiénes fueron sus padres, qué valoraron y a quién o a qué transfirieron su valor.

Este «ser valorado», además, es una necesidad constante. No basta con que recibamos valor en cantidades ingentes de una sola vez para satisfacernos de por vida: como con el agua o la comida, un día de exceso no significa que no necesitemos volver a alimentarnos. La sed es diaria. Conviene, por tanto, tener fuentes estables de valor.

Hay tres tipos de fuentes de valor: transaccionales no mediadas, transaccionales mediadas y fuentes autónomas.

Llamo «transaccionales» a las fuentes que dependen de otras personas.

Las no mediadas son las expresiones directas de valor, es decir, el reconocimiento de nuestro valor por parte de otros, que puede ser explícito, como en el admirador del ejemplo anterior, o encapsularse en cualquier otro modo de transmisión (una sonrisa, una mirada, una señal de estar de acuerdo, etc.). Todas las diversas formas del amor caen bajo esta categoría.

Las transaccionales mediadas son las que se transmiten a través de objetos. Por ejemplo, mi valor para mi empresa está cifrado de un modo bastante exacto en mi salario, y lo recibo cada dos semanas. Ser informático no me importa tanto como ser escritor, así que preferiría ganar ese dinero con mis libros, pero tampoco es algo que desprecie. Si me pagaran en cambio por mi caligrafía, la satisfacción que me proporcionaría mi salario sería mucho menor. Además, puedo utilizar el dinero para adquirir objetos o realizar actividades que me transfieran un valor autónomo.

Finalmente, las fuentes autónomas son aquellas que no requieren de otras personas. Por ejemplo, mi padre valoraba mucho la lectura; no solo eso, sino que otorgaba distintos grados de valor a distintos tipos de libros. Los libros de filosofía ocupaban por su dificultad el valor supremo, y se encontraban en su biblioteca más como aspiraciones decorativas que como libros reales. Eso significa que, cuando yo me veo a mí mismo leyendo a Hegel o Heidegger, y aún más cuando me sorprendo comprendiendo un párrafo complicado, mi valor aumenta a mis propios ojos sin necesidad de que nadie me lo reconozca.

Evidentemente, contar con fuentes autónomas de valor y conocerlas es muy conveniente. No se puede vivir solo de ellas, pero nos ayudan a mantener un equilibrio saludable.

La depresión, tanto la cotidiana de baja intensidad como la clínica, sería pues el resultado de una sed de valor continuada.

Ante la falta de fuentes de valor, la percepción de mi propio valor va descendiendo, me voy sintiendo cada vez peor y comienzo a buscar «razones» para ello, es decir, partes de mi comportamiento que modificar. Puedo, por ejemplo, fijar mi descontento en el trabajo, y decidir que debo buscar otro en el que se me valore más. O puedo culpar a mi vida sentimental y decidir cambiar de pareja. Quizás recuerdo una vocación temprana y la retomo, etc.

Pero no llego a ninguna de estas conclusiones de un modo instantáneo, tomando una decisión lógica y actuando en base a ella: si fuera así, nuestro comportamiento resultaría caprichoso y errático, y viviríamos todos vidas impredecibles y peligrosas. En su lugar, paso por un proceso más o menos lento de examen y reconstrucción, de creación y refuerzo de nuevas estructuras durante lo que puede parecer un período eterno de estancamiento, hasta que finalmente me encuentro, ahora sí, cambiado, en posición de actuar de un modo diferente.

Es decir, la depresión no es, en sí misma, algo negativo y a evitar, sino un proceso necesario de adaptación del comportamiento para la maximización del reconocimiento del propio valor. Lo cual no significa, por supuesto, que no pueda desembocar en ocasiones en secuencias patológicas: como todo bucle o sistema de retroalimentación, cabe la posibilidad de que la fase de estancamiento se prolongue más de lo tolerable o de que entre en espirales incontrolables.

Con todo, no me cabe duda de que conocer las propias fuentes de valor y su procedencia (para poder relativizarlas) ayuda enormemente a curar la sed diaria.



Subscríbete para recibir nuevas ubicaciones en tu bandeja de entrada.

Únete a otros 5 suscriptores

Ubícate

Subscríbete para recibir nuevas ubicaciones en tu bandeja de entrada.

Únete a otros 5 suscriptores

No, gracias