1.
Vi por primera vez Los Siete Samuráis cuando tenía 25 años, en Tokio. Era mi primera película de Kurosawa y recuerdo que me pareció tan mala, tan burda y torpe, que tardé años en darle otra oportunidad a su director. Eso sí, cuando lo hice, me convertí en un fan. Especialmente de Rashōmon e Ikiru. Así que llevaba años pensando que debería revisitar a los 7 y comprobar si mi opinión inicial se sostenía.
20 años más tarde, creo que estoy mejor equipado para apreciar los méritos estéticos, técnicos y narrativos de esta obra maestra, todos elementos que pasé por alto en mi juventud. Pero me reafirmo en que Kurosawa construye en ella un mundo torpe, burdo y fundamentalmente venenoso.
2.
Hay tres personajes grupales en esta historia: los bandidos, los campesinos y los samuráis. Los bandidos suponen poco más que un elemento argumental. A los campesinos se los retrata con un desprecio absoluto: son débiles, bajitos, feos, cobardes, avaros, egoístas, traicioneros e ignorantes. Por contra, los samuráis son altos, fuertes, atractivos, valientes, generosos, nobles y honestos. Los campesinos se expresan a gritos y gesticulan exageradamente, mientras que los samuráis hablan con calma y sonríen mucho. El contraste es tan marcado que parece una pantomima.
No he visto esta lectura en ningún lugar, aunque me parece tan obvia que estoy seguro de que alguien más debe de haberla formulado antes: los bandidos son los americanos, los campesinos son el resto de países asiáticos, y los samuráis son los japoneses. La caricatura de los campesinos en particular es idéntica a las caricaturas que aún hoy hace la extrema derecha nipona de los chinos.
3.
En la segunda mitad del siglo XIX, conforme consolidaba su expansionismo interior, EEUU comenzó a buscar expandirse más allá de sus fronteras, emulando a los poderes coloniales tradicionales, a Inglaterra y Francia. Lo primero que hizo fue arrebatarle a España, el poder colonial más debilitado, las colonias que se encontraban en su «área de interés»: Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Filipinas, junto con Hawái, iban a servirle de base para su expansión por el Indo-Pacífico, un zona que el Pentágono considera aún hoy su principal foco estratégico.
El interés de EEUU por la parte Atlántica del planeta fue secundario hasta que, durante la II Guerra Mundial, se percató de que el debilitamiento de los poderes europeos iba a abrir infinidad de espacios de poder. Y efectivamente, tras la guerra, EEUU se hizo con el dominio de Oriente Medio, tomando de las manos de los ingleses el patronazgo de Israel (punto de apoyo y moneda de cambio esencial) y estableciendo vínculos con las monarquías del Golfo y Egipto (hasta el día de hoy, bajo la dictadura de El-Sisi, el segundo mayor recipiente de ayuda militar americana). También sobre la mitad occidental de Europa ejerció una suerte de neocolonialismo con la ocupación de Alemania y docenas de bases militares distribuidas por la región y subvencionadas en parte, a través de la OTAN, por los propios países de «acogida».
Lo cierto es que si uno piensa en la política exterior de EEUU a través del prisma de la expansión colonial, su comportamiento es enormemente coherente desde hace 150 años. Y lo interesante es que tanto las interpretaciones habituales de la izquierda (la explotación de energía y recursos) como el discurso oficial (el lenguaje ingenuo de «países amigos» y la exportación de «valores democráticos») encajan sin contradicción dentro del esquema del colonialismo.
En la geopolítica entendida como un juego de suma cero (puesto que los países disponibles son finitos) el colonialismo supone el intento de ocupar cualquier espacio disponible de poder para evitar que se lo apropie otro.
4.
Sea esto como sea, al menos por lo que respecta a la parte asiática de esta historia, este es el modo en que Japón percibía a EEUU en 1941, cuando atacó Pearl Harbor, y así es como lo sigue percibiendo aún la derecha nipona.
Por la misma época en que vi por primera vez Los Siete Samuráis, visité con mi amigo Ronald el templo/museo de Yasukuni, infame en toda Asia porque el Primer Ministro japonés de entonces, Junichiro Koizumi, acudía allí todos los años a un servicio en honor de los muertos de la II Guerra Mundial, incluidos criminales Clase A como Tojo (algo así como si el canciller alemán fuera a una misa por el alma de Hitler). Ronald y yo éramos aquella mañana los únicos occidentales que admiraban los aviones y submarinos kamikazes de la muestra. Al comienzo del recorrido, en japonés e inglés, se explicaba didácticamente que Japón se había visto forzado a entrar en guerra con EEUU para poner freno a sus ambiciones coloniales.
Los valores que rigen la narrativa de Los Siete Samuráis están claros: el espíritu guerrero es admirable y heroico. Son los mismos valores militaristas que se habían estado promulgando en Japón durante toda la primera mitad del siglo XX para alimentar sus propias ambiciones imperialistas, valores que, por supuesto transformados y en evolución, actúan en el entramado social nipón hasta el día de hoy. Los valores no mueren, se transforman, a veces en sus opuestos, pero lo hacen lentamente, y en 1954, cuando se rodó esta película, es evidente que se encontraban aún muy próximos a los años anteriores a la derrota.
5.
Los campesinos son retratados con dignidad y respeto en una sola escena, la final. Los vemos realizando algún tipo de ceremonia de siembra, simbolizando evidentemente la perpetuación de los ciclos. Ahora que han recibido su bautismo de fuego, ahora que han sido entrenados en la lucha y la guerra, ahora que han completado su proceso de militarización, ya no son una caricatura. Kanbei, el líder de los samuráis, comenta que esta ha sido otra derrota de los guerreros, porque la victoria les pertenece a los campesinos, una frase que ha sido interpretada como una condena de la violencia, pero que en mi opinión se limita a certificar la transformación producida.
Signifiquen lo que signifiquen estas palabras, las tres horas y media de metraje han dejado muy claro a quién se supone que debemos admirar. Los Siete Samuráis es una película militarista y sexista que ensalza a los violentos y ridiculiza a los productores. Estos son unos valores de los que el mundo se aleja un poco más cada año, y yo creo que llegará el día en que la veremos como vemos El Nacimiento de una Nación, en la que los héroes pertenecen al Ku Klux Klan: admirable aún hoy por sus logros técnicos, estéticos e incluso narrativos pero, en último término, más un documento histórico, un retrato de la sociedad en la que fue creada, que una obra inmortal.
Claro que ninguna obra lo es. El arte se construye sobre el terreno movedizo de la infinidad de valores (estéticos, pero también morales, económicos, religiosos) que dominan en cada época, y su propio valor consiste precisamente en los vínculos que establece con ellos. Pero ningún valor es eterno, y por lo tanto las obras de arte tampoco lo son. Se parecen, incluso las más sólidas o aparentemente perdurables, a edificios construidos sobre un terreno que se desplaza poco a poco, quebrando en las primeras décadas la armonía de sus líneas, deformándolas y retorciéndolas en años sucesivos antes de hacerlas caer en una demolición a cámara lenta.