«… él terminó al mismo tiempo, lo cual no era del todo su intención, pero estuvo bien de todos modos, fue perfecto, de hecho», dice Sally Rooney en su última novela, Intermezzo. Los personajes de Sally Rooney tienen sexo «perfecto» y terminan al mismo tiempo con sospechosa frecuencia. Cosas de la atmósfera irlandesa, supongo.
Rooney ha declarado en repetidas ocasiones que sus novelas no son autobiográficas, que para ella una obra literaria, suya o de quien sea, se sostiene por sí misma independientemente de su autor. En una entrevista reciente, en un tono defensivo que a mí me sonó muy poco honesto, llegó a afirmar que nunca ha sentido curiosidad por las vidas de otros escritores, que jamás ha leído una biografía y que ha llegado siempre hasta ellos, incluso los más célebres, sin contexto alguno.
Hay un tipo de lector (al que, tomando prestada la terminología de Barthes, podríamos llamar «pasivo») que acepta sin problema estas declaraciones. Es el mismo tipo de lector que, ante la descripción de una de sus escenas de sexo «perfecto», se dice a sí mismo: «Pues va a ser verdad que todo el mundo termina al mismo tiempo menos yo». Este lector no cree, evidentemente, que los personajes sean reales, pero sí se cree que ellos y él habitan una realidad parecida. El autor, para él, no es una persona concreta, sino una voz repleta de autoridad.
Otros somos mucho más desconfiados. No perdemos de vista en ningún momento que el autor nos está presentando su interpretación del modo en que funcionan el mundo y las personas, lo cual provoca que, ante la escena anterior, nos preguntemos por qué Rooney quiere vendernos sexo limpio, sin conflictos ni disarmonías, «perfecto»: ¿se encontrará la respuesta, quizás, en su biografía? ¿Quizás quiere presentarse como alguien que no concibe en el placer nada más que «éxitos», no vaya a ser que críticos y público cuestionemos su propia adecuación sexual?
Nada existe aislado, y menos que nada nuestras obras. Mi cerebro es una red de redes que se referencian entre sí, de conexiones neuronales inextricables. A primera vista parece que esta red está encerrada en mi cráneo, netamente separada del resto del universo. Pero su configuración depende por completo de todo lo que está fuera de ella, de todo lo que referencia y a lo que se adapta a cada instante. Tentáculos invisibles emergen de nuestras cabezas para enredarse en todo aquello que llamamos «realidad».
También los textos son redes internas y conectadas. Las palabras se repiten, los párrafos se referencian entre sí, se agrupan en racimos de nodos formando estructuras y subestructuras, ramajes que se subdividen, paréntesis, subordinaciones. Encerrados en un libro de papel o, como estas líneas, quizás, en un teléfono móvil, parecen objetos aislados, independientes del mundo, y sin embargo consisten exclusivamente en conexiones, en nervios o filamentos que se expanden en las seis direcciones cardinales, incluyendo el pasado y el futuro.
Cuando el lector abre un libro o un correo, los tentáculos invisibles del texto saltan a la velocidad de la luz a través de sus ojos directamente hasta su cerebro para enredarse con su propia red interior. Mientras dura la lectura, se encontrará conectado al mundo (que es su representación) a través de las palabras del autor. Lo cual lo enredará a su vez, de un modo mediado, con la red neuronal del autor mismo.
Esta es la intimidad que teme Sally Rooney. Conectada a millones de lectores a través de los tentáculos invisibles de la palabra, Rooney afirma que la conexión no existe, que la línea termina en el libro, que entre el libro y ella se alza un muro infranqueable. Teme dejar de ser autoridad para convertirse ella misma en texto en manos de desconocidos, un miedo muy comprensible, porque arriesga en ello su identidad, su ser más íntimo. Pero también una actitud un poco artera, de persona que se pone en juego pero se reserva el derecho a afirmar, en caso de que le incomoden los resultados, que en realidad no había estado jugando.
Dice Barthes que cada texto es un portal que nos conecta al texto infinito: una imagen interesante, pero incompleta, porque de texto en texto, de palabra en palabra, se echan en falta los seres humanos, los árboles, los ríos. No es que las personas seamos textos, sino que los textos son extensiones de ese entramado neuronal transparente que somos las personas y a través del cual nos enredamos los unos en los otros, expandiéndonos de individuo en individuo hasta abarcar y cubrir (definiéndolo) el universo.
Deja un comentario