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Parejas

O el arte de construir cajitas perfectas e infinitas

Dice la tía Dolores que todo matrimonio es un misterio, una frase que Molly y yo citamos con frecuencia. ¿Por qué tal o cual persona está con esta otra que nos parece tan inferior? ¿O con quien «no tiene nada que ver»? ¿De qué hablan estos dos en la intimidad? La pregunta surge por sí misma cuando una parte de la pareja nos gusta más que la otra, pero la suscitan también casos menos evidentes tan pronto como pensamos un poco en ellos. A veces (quizás de noche, a solas y en silencio, en la hora de las inquietudes y los fantasmas) incluso nos lo preguntamos sobre nosotros mismos.

El aforismo de «D» (pronunciado «Di», porque es la tía de Molly, no la mía, y reside en Pensilvania, no en Navarra, otra razón para abreviar ese nombre latino tan sufrido y extenso) contiene también, además de la constatación de una sorpresa, la recomendación de cierta generosidad. Viene a decir: «resérvate tus juicios, porque no sabes qué es lo que hay entre ellos dos, qué picor secreto se alivian el uno al otro». Subyace aquí la teoría de que somos todos realidades hipercomplejas y de que por tanto resulta imposible comprender qué encaje, de entre los infinitos aspectos de nuestro ser, encontramos en nuestras parejas.

Pero la frase encierra también un reto: ¿porque quién no quiere resolver un misterio? A mí, que me aburren los crucigramas y los puzles, pocas cosas me parecen tan entretenidas como elaborar teorías sobre las relaciones de mis amigos, sobre qué les ha llevado a unirse –o, en el movimiento contrario, a alejarse y romper. Las rupturas, de hecho, son doblemente interesantes, porque para comprenderlas es necesario averiguar primero en qué consistió la unión, y forman así un arco narrativo completo, un mecanismo acabado. Si entendemos las fuerzas que unieron a dos personas, podremos entender también el modo en que una variación de las circunstancias, un movimiento de las piezas, provocará que esas mismas fuerzas los dispersen.

Yo no creo en el psicoanálisis, en los complejos de Edipo y las transferencias y las penumbras de un inconsciente vergonzoso y salvaje que se revuelve y nos sabotea desde los sótanos de la mente. Creo que somos libros abiertos; que expresamos sin cesar, con cada gesto y cada palabra y una insistencia incansable, quiénes estamos tratando de ser. Nuestra selección de ropa o de vocabulario, nuestras profesiones e intereses, los nombres que ponemos a nuestros hijos o incluso el tono de nuestra voz y, muy especialmente, nuestras preferencias y nuestras pasiones, son todos herramientas en el proceso de la construcción de nuestra identidad. Por eso, si entendemos el tipo de ser humano que alguien está tratando de ser, solo tenemos que preguntarnos de qué modo su pareja le ayuda a serlo para comprender por qué está con ella. No nos unimos a quienes encarnan nuestro ideal, sino a quienes nos ayudan a aproximarnos a él.

Supongamos, es un decir, que yo quisiera pensarme como un hombre «de mundo», alguien con aires internacionales que posee más experiencias y conocimientos que la mayoría (¿a qué venía mencionar que la tía Dolores es de Pensilvania?). Este deseo podría proceder de la admiración que expresaba mi padre por sus amigos políglotas y viajados o por los intentos de mi madre de aprender inglés, y se habría visto reforzado por los juicios, a veces estéticos y a veces morales, de mi entorno (el complejo de inferioridad con que España miraba al norte de Europa en los 90, por ejemplo, o el plurilingüismo como marca de inteligencia en infinidad de libros y películas). Sintiéndome, sin embargo, rural y paleto (tendemos a nacer así), ¿no tendría sentido que, a la primera oportunidad, me emparejara con un mujer extranjera que habla idiomas y ha vivido en varios países?

Supongamos ahora que las circunstancias cambiaran. Imaginemos (y este sí que es un ejemplo ficticio) que mi pareja extranjera y yo nos mudamos a su país, donde, viéndola en su entorno, en su ciudad natal, rodeada de sus amigos y familiares, comienzo a pensar que la «paleta», en realidad, es ella. O al contrario, quizás, ahora que la acompaño en sus viajes, que puedo comenzar a creerme que encarno mi ideal (ahora que yo también hablo idiomas y he vivido en muchos lugares), dejo de necesitarla para alcanzarlo.

En el primer caso, la misma fuerza (mi deseo de creerme un «hombre de mundo»), primero me habría aproximado a mi pareja y después, cuando las circunstancias cambiaran, me habría alejado de ella. En el segundo caso, la fuerza misma habría perdido ímpetu y habría sido reemplazada por fuerzas nuevas.

Una amiga me acusó recientemente de querer encerrar a las personas en pequeñas cajitas perfectas, precisamente porque ofrezco explicaciones como la anterior. Tiene algo de razón, pero es también un poco injusta. Porque aunque me satisfacen mucho estos descubrimientos, admito que ninguno de ellos es absoluto, que no podemos llegar jamás a la explicación total de nadie, porque a nadie lo mueve un solo ideal, una sola aspiración, sino los infinitos matices de un aprendizaje ininterrumpido y acumulativo. Yo, por seguir con el ejemplo anterior, nunca quise ser solamente un «hombre de mundo», sino mil cosas más también, con grados variables de intensidad. Mi realidad total, mi ser y mi comportamiento (incluida la relación con mi pareja, a la que me une un número indeterminado de aspiraciones, la mayoría todavía impensadas, inconscientes en un sentido literal), emergen de la combinación única de todas ellas.

Es decir, somos inteligibles, pero irrepetibles e inabarcables: podemos comprendernos los unos a los otros porque todo nuestro ser consiste en su expresión, pero no llegamos nunca al fondo del asunto, porque contenemos siempre matices nuevos.

Cajitas perfectas, sí, pero abiertas al infinito.



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