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«Tu sueño imperios han sido», de Álvaro Enrigue: tres apuntes

Llevaba meses sin leer ficción, y la primera escena, en la que Cortés y sus capitanes almuerzan en la corte de Moctezuma, me ha impactado por su presencia. Hay algo que las palabras son capaces de hacer en este aspecto que no logra ningún otro medio, probablemente porque la lectura se apodera literalmente del hilo de la conciencia, lo dirige por el bozal a lo largo de sus líneas predeterminadas, y nos proporciona así una sensación de «estar ahí» que no se consigue ni siquiera en las llamadas «experiencias inmersivas».

La razón de ser de este tipo de novelas reside en brindarnos esta experiencia, y es en ese sentido más interesante cuanto más extraordinaria sea la experiencia que relata (cuanto más sea capaz de expandir el territorio de nuestra base experiencial, el terreno sobre el que opera la conciencia, que la conciencia habita y elabora).

Tiene todos los problemas de la novela histórica: supone un falsedad porque consiste en ubicar a un montón de hombres contemporáneos en un tiempo remoto. Álvaro Enrigue hace hablar a conquistadores y conquistados en un castellano actual, pero no es por eso por lo que estos hombres son contemporáneos, sino porque sus preocupaciones, ambiciones y temores responden todos a patrones actuales. Es un crono-colonialismo que trata de imponer el presente a la totalidad histórica y declarar que el mundo siempre ha sido el mismo, cuando en realidad el mundo se encuentra en constante definición.

Por ejemplo, resulta imposible comprender desde esta perspectiva los sacrificios humanos, razón por la cual, para los personajes principales -incluidos los sacerdotes- la religión azteca se reduce a supersticiones alucinatorias con las que contralar cínicamente a un populacho ignorante e irracional. Sin duda una visión empobrecedora y miope.

En la colisión de dos mundos que supuso aquel encuentro, los españoles se encontraban mucho más próximos de lo que hoy llamamos «realidad» que los aztecas. Sería muy interesante leer una novela capaz de penetrar las realidades profundas de ambos y de mostrarnos el modo en que el intento de uno de destruir al otro engendró el mundo actual.

Esta novela completa la labor colonizadora, reduciendo a los españoles de entonces a los españoles de ahora, mientras que a los aztecas los convierte en europeos que usan otro tipo de disfraz.

Evidentemente, Enrigue trata de enmendarle la plana a la imagen tradicional de la conquista: los pobres indígenas despistados que tomaban a los europeos por dioses, los europeos que se aprovechaban de este despiste para aniquilarlos. En su lugar, nos pinta a unos indígenas sofisticados hasta la decadencia (y apunta a esta decadencia como la raíz real de la caída del imperio), siempre envueltos en intrigas palaciegas, diplomáticos aviesos y maquiavélicos de una ciudad que compara favorablemente con Venecia, mientras que los conquistadores son una panda de paletos provincianos e ignorantes, incluido el propio Cortés. De los españoles, Enrigue solo salva a los dos personajes que se dejan absorber por la superioridad de la cultura indígena.

Evidentemente, pasamos de una distorsión a otra, esta segunda más divertida que la primera, por lo que tiene de novedad y reivindicación, pero en el fondo hueca, porque en lugar de legitimar el mundo azteca en sus propios términos, pretende que sea más europeo que los europeos mismos, una suerte de ideal renacentista pasado por el filtro de la mítica actual. Europa, viene a decir esta novela, olía a mierda de caballo: Mexico-Tenochtitlan era la verdadera Florencia.

Una idea divertida, pero superficial.


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