«Eres vago hasta para comer» me dijo mi abuela cuando tenía doce años, porque no me gustaban ni el conejo ni ningún corte de carne que requiriera trabajo. Me impacientaban aquellos huesecillos minúsculos de los que colgaban recompensas miserables.
«Vago» era uno de los peores defectos que conocía mi abuela, y que oponía a la alabanza suprema, «trabajador» (solo superada, quizás, por la virtud de los «ahorradores»). Por suerte, el compás moral que había heredado de mis padres me permitía tomarme aquel juicio a la ligera. Incluso entonces me daba cuenta de que uno podía ser «vago» para unas cosas y «trabajador» para otras, que «vago» no suponía la descripción de una esencia, la codena de una identidad ineludible, quizás genética, sino una descripción situacional. «Claro que soy vago para el conejo», podía responderle, «¿y por qué no, si me da igual?».
Hoy sigo sin comer conejo y sin «limpiar» los recovecos de las costillas de cordero, pero ni siquiera mi abuela, que aún vive (tiene 92 años este enero que probablemente sea el último), me llama «vago» ya. Desde luego no me lo llaman en el trabajo, esa piedra de toque de la laboriosidad, ni me lo llama Molly, mi pareja, que sufre mi presencia constante. Al contrario, en la oficina me toman por «trabajador» y Molly se asombra periódicamente de mi «disciplina»: los unos porque produzco, porque no me distraigo mirando internet o yendo de compras en mitad de la jornada laboral, la otra porque me dedico a mis propósitos (el volumen de mis escritos y mis lecturas, fundamentalmente) con una asiduidad que a ella misma le elude.
Pero lo cierto es que están todos tan equivocados como lo estaba mi abuela hace treinta años. Porque la pregunta fundamental sigue siendo: «vago para qué», «trabajador para qué». Yo soy, hoy como entonces, y como todos, vago para lo que me cuesta (para lo que no me importa) y trabajador para lo que me gusta, es decir, para lo que no puedo evitar.
Y aquí es donde las cosas se vuelven interesantes y complejas. Porque la palabra «vago» no es única, sino que pertenece a una categoría muy amplia que incluye todos los juicios de valor. Cuando mi abuela me llamaba vago en 1990, no estaba haciendo una observación neutra, una anotación al margen para su información y la mía (como si hubiera dicho: «los calcetines se encuentran en el cajón de la derecha»), sino que estaba tratando de influenciar mi comportamiento mostrándome su censura. El mensaje contenía una carga emocional («vales menos a mis ojos si no comes conejo o no limpias las costillas de cordero») con la que asegurar un refuerzo de prioridades en mi entramado neuronal.
Los juicios de valor no son un simple fenómeno psicológico, una herramienta entre otras, sino el modo en que nos construimos los unos a los otros y en que se construye también la sociedad, de la historia a la economía, la política o la moda. Si yo paso hoy por trabajador, por ejemplo, a cuenta de levantarme tres horas antes de entrar a la oficina para escribir mis novelas, eso se debe a que mi padre ungió la palabra «escritor» con la misma reverencia que usaba mi abuela para «ahorrador», y a que el mundo, tras él, reforzó estos juicios alentando en alguna medida mis esfuerzos.
La realidad, la propia y la ajena, se desarrolla siguiendo patrones inteligibles pero impredecibles porque, aunque los valores son evidentemente contagiosos (su propia naturaleza busca la transmisión, la influencia), es imposible calcular o controlar con qué otros valores acabarán combinándose, de qué modo interactuarán con el entorno, viéndose reforzados o censurados. Evidentemente, mi abuela no habría sido capaz de anticipar (ni, por cierto, aprobaría) que su afán de que todos sus descendientes fuéramos «trabajadores» acabaría derivando en la escritura de estas notas.
¿Qué puede esperar el lector en ellas? Más de lo que acaba de encontrar en esta. El rastreo (de lo personal a lo general, de mi ubicación individual en la red de valores que mueve el mundo a las corrientes que la influencian y a las que contribuye a su vez) del modo en que los valores arraigan los unos en los otros y se informan mutuamente para crear la realidad que habitamos. Nodo a nodo, hilo a hilo, entre historias personales o generales o de actualidad, acumulando trazos hasta dibujar un esbozo de la red misma.
En menos de 1200 palabras semanales. Casi nada.
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