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Introducción a «Dantalión»

Lo que aguarda al lector en las páginas siguientes requiere, a juzgar por la reacciones viscerales de las primeras almas angélicas en cruzar su umbral, de ciertas precauciones. Y es que hay quien ha salido del otro lado de este viaje que aquí comienza con la mirada torva y retortijones en el estómago, y muchos más que no han logrado siquiera llegar hasta el final, expulsados por la visión del enésimo homicidio grotesco o, peor aún, horror de horrores, por el escándalo blasfemo de una falta de ortografía sobre el blanco sacramental de la hoja impresa.

Leemos para elevarnos a las alturas: los lectores más mojigatos o inocentes buscan alzarse hasta los cielos de las personas cultas y razonables, hasta la burguesía del pensamiento; los más cínicos y avezados se conforman con alzarse sobre todos los demás. Esta parábola diabólica, sin embargo, se resiste por igual a los placeres celestiales de los bien pensantes y al cinismo al uso, aburrido y predecible, de los malpensados. No, no se trata de prometer la salvación ni de afirmar una vez más que estamos todos perdidos, sino de retratar el fondo repleto de mala fe de ambos proyectos y mostrar que hay vías abiertas más allá de ellos.

Escribí la primera versión de Dantalión en el año 2014, cuando yo mismo compartía la mirada demoniaca del protagonista y sentía que vivía en un país tozudo e infernal. La crisis del 2008 había tardado tres años en sacar a la gente a la calle, y aun entonces solo para comprobar qué poco efecto surte la voluntad popular sobre los designios divinos del Ibex 35. Viendo cómo era coronado don Felipe VI entre medidas extraordinarias de seguridad, leyendo a Barea, a Cela y la Celestina, yo tenía la sensación de que llevábamos todos varios siglos estancados en los mismos ciclos de corrupción y miseria, representando hasta la náusea la misma comedia sin gracia con el mismo elenco de protagonistas y figurantes (los apellidos, desde luego, no han variado apenas desde «la Reconquista»).

Fue este estado de ánimo lo que me llevó a imaginar una España sincrónica en la que se dieran simultáneamente todos los tiempos históricos y literarios, donde las miserias del presente convivieran con los crímenes del pasado, con la Inquisición y la Guerra Civil y el garrote vil y las viudas enlutadas y las casas de adobe, con las pensiones de mala muerte y los prostíbulos de la literatura de pre y posguerra, con serenos y procesiones y autos de fe, con pícaros de alta y baja alcurnia y con los criminales de la España negra, sus víctimas y sus verdugos. Yo mismo, disfrazado de anti-Quijote lúcido, desengañado de todo idealismo (y por lo tanto reacio a toda acción) recorrería sus paisajes de pesadilla. Sería algo así como un periplo actualizado a través de los grabados de Goya.

Levantándome a las cinco de la mañana para escribir antes de ir a la oficina, me pasé la primavera de aquel año vengándome sin pudor ni censura de todo lo que más me dolía de España. Por el camino me fui haciendo con un puñado de personajes esperpénticos: Jacob, Sancho desquiciado para mi Quijote cerebral, se me pegó enseguida a los talones con sus pasiones contradictorias, su sed de vida y su retórica nietzscheana; le siguieron muchos otros, como Antonio, el romántico asesino de mujeres, o Beatrice, la puta que solo hablaba en arranques líricos que era necesario contrarrestar y cuestionar plagándolos de faltas de ortografía.

Pero cuando llegué al final, en julio, me encontré con que el desenlace que había planeado no terminaba de convencerme, y no se me ocurría ninguno alternativo.

A lo largo de todo el año siguiente, revisé y reescribí las secciones más problemáticas una y otra vez. El relato exigía una conclusión, pero, ¿cómo llegar a ella sin caer en el mensaje manido de que nada tiene sentido ni optar tampoco por bálsamos y autoengaños? No me gustaba Dantalión, el personaje, pero Dantalión era yo; quería negarlo, pero creía en su filosofía. Al cabo de infinidad de reescrituras, de pasos en falso y retrocesos y cambios de tono y enfoque, terminé por desesperar de todo el asunto, por considerarlo un intento interesante pero fallido, y lo abandoné.

La historia se quedó archivada, detenida en el tiempo, y yo me entregué a otros proyectos que, durante los diez años siguientes, me fueron alejando cada día un poco más de ella. A través de lecturas y vivencias que no viene a cuento relatar aquí, llegué a la conclusión de que actitudes como la de Dantalión proceden en realidad de una premisa falsa: de creer que ya lo sabemos todo, o al menos todo lo que cuenta; de ver con claridad nuestra ubicación en los parámetros fundamentales de la existencia y concluir que no pueden cambiar nunca. El nihilismo es la pataleta del niño que se ha quedado sin dios y grita, creyéndose muy listo y a salvo al fin de la ignorancia, que todo es azar y sinsentido.

Pero lo cierto es que no tenemos ni puta idea. No sabemos qué es el tiempo ni el espacio ni la materia, ni mucho menos qué somos nosotros mismos. Los supuestos parámetros inamovibles que certifican nuestra irrelevancia se encuentran en constante definición y asumen todo tipo de premisas dudosas: el yo, por ejemplo, o el mundo, y entre ambos una barrera. El concepto mismo de «muerte» se vuelve muy relativo una vez que descubrimos cuánto de lo que llamamos «yo» no nos ha pertenecido nunca.

Hoy creo que no vivimos ni en las tinieblas de la ignorancia ni en la luz de la autoconciencia, sino en una claridad siempre creciente lograda a través del pensamiento y el discurso público (del arte a la ciencia, la política o incluso los bienes de consumo o la tecnología) y que nos conduce (a un ritmo dolorosamente lento pero inexorable) hacia sociedades más justas y vidas más satisfactorias.

Ahora bien, ocupado con nuevos proyectos y novelas que reflejaran esta visión, yo llevaba años sin pensar en este librito cuando mi hermano, que guardaba de él un buen recuerdo, me preguntó si no pensaba publicarlo. Mi respuesta inicial, inmediata, fue «no», pero aquella misma tarde recuperé el archivo de la primera versión y comencé a revisarlo.

Lo que me encontré allí me gustó mucho. Con la distancia de los años y, lo que es más importante, con mi alejamiento del punto de vista del protagonista, podía contemplar el conjunto desde fuera y, no solo resolver finalmente todas sus incongruencias, sino reconciliarlas además con mis nuevos planteamientos. Ahora que yo ya no era Dantalión, este se volvía una forma más de la conciencia, su filosofía un discurso más entre los otros discursos que emergen del mar del ser y ayudan a articularlo (en su caso, el del nihilismo del carbonero, corolario habitual del racionalismo más simplista desde finales del siglo XIX).

El ser mismo asoma la cabeza en las escenas descriptivas: las gotas de lluvia que se adhieren a la barba de dos días de un cura, la sábana que hondea al viento a las afueras de un pueblo en llamas, la paloma que echa a volar desde las manos abiertas del cadáver recién agarrotado del «monstruo de Ribarroya» hacia un cielo claro de mediodía de Madrid. Sobre ellas, los discursos de los personajes, incluido el principal, flotan como algo irreal, voluble, incompleto.

Nada es eterno: no hay paraísos ni infiernos ni naturalezas humanas ni países irredimibles, solo un movimiento constante, un fluir infinito, y áreas de resistencia, de relativa estabilidad, a las que les damos nombres con los que describirnos su dirección y, en el proceso (porque nosotros mismos somos también corrientes en ese mar, también resistencias temporales) articularlas y modificarlas. A través de nuestras novelas, nuestras opiniones y posturas, contribuimos a definir mucho más que el futuro: definimos nada menos que los parámetros mismos de la realidad.


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