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Introducción a «Crónica de los Años Heroicos»

Escribí Crónica de los Años Heroicos en gran medida en respuesta a Crematorio y En la Orilla, las dos obras de Chirbes que la crítica española, tan dada al entusiasmo y a las frases sonoras de contraportada, declaró en el 2013 como las dos «Grandes Novelas de la Burbuja Inmobiliaria». Coronadas con estos y otros laureles, yo me las leí con una anticipación quizás excesiva, esperando encontrar en ellas un retrato de aquel mundo trágico y banal en el que habíamos vivido todos durante las últimas décadas. La corrupción de las élites políticas, económicas y culturales, la somnolencia y el infantilismo del pueblo llano, la pobreza de espíritu de nuestro proyecto nacional y la avaricia provinciana de tanto emprendedor e inversor de última hora parecían prestarse perfectamente a una gran obra/denuncia que colocara a España entera, sin dejar fuera a nadie, frente al gran espejo de sus deformidades.

Lo que encontré entre las páginas de Chirbes, sin embargo, fue algo mucho más estilizado y dramático, y para mí irreconocible. Un país de buenos y malos, de víctimas y verdugos, donde villanos de película, oscuramente atractivos, se conducían con una inteligencia fría, calculadora y cruel, entre personas simples y confiadas. Destacaba Rubén Bertomeu, el protagonista de Crematorio y paradigma del «constructor sin escrúpulos», un arquitecto culto y «hecho a sí mismo» que no se arredraba ante ninguna bajeza moral.

¿Culto? ¿Inteligente? ¿Hecho a sí mismo? ¿Veían Chirbes y los críticos las mismas noticias que yo? ¿Escuchaban los mismos audios de las investigaciones de Anticorrupción? ¿Contemplaban atónitos el mismo desfile de «notables» por la Audiencia Nacional? Pienso en Urdangarín, cuñado del rey y antiguo Duque de Palma, que hacía gala de su ingenio firmando sus correos como «el Duque Empalmado»; o en la tropa chabacana de la Gürtel con su refinamiento de imitación, su ropa de bodorrio y sus peinados de gomina o permanente; o en ese elenco de nombres propios, cada uno con su caracterización teatral, que parecía recién salido de una comedia del destape: «el Bigotes», Carlos Fabra tras sus perennes gafas de sol, doña Rita Barberá con sus aires folclóricos de soprano de la política, y tantos otros.

Todos estos personajes, mucho más coloridos y estrambóticos que los de Chirbes, me resultaban muy familiares, reconocibles no solo como los malvados perpetradores de la desgracia nacional, sino como representantes en general del elemento patrio. Los chascarrillos y la campechanía de las conversaciones grabadas por la policía judicial me recordaban al tono, con frecuencia machista y defensivo, de tantos grupos de WhatsApp compuestos solo de hombres, y a innumerables reuniones de trabajo. Yo no conocía ni a un solo Bertomeu y, sin embargo, a pesar de no codearme precisamente con la realeza, conocía de cerca a montones de Duques Empalmados.

Creo que es de este tipo de desajuste de donde surgen los impulsos creativos: uno ve el mundo que le cuentan, lo compara con el mundo que sufre, y decide enmendarle la plana al discurso público, lanzarle un sonoro mentís al resto de su sociedad. Si el desajuste es pequeño, nos bastará un comentario airado en el bar o una soflama; si es enorme, nos hará falta una novela entera.

Decidí, como evidencian estas páginas, escribir yo mismo esa historia que no encontraba en las librerías, pero me topé desde el primer momento con un problema: y es que a mí nunca me han gustado la farsas ni las parodias (las considero un tipo de humor fácil que brinda satisfacciones pasajeras en lugar de comprensión), pero no parecía que aquel cuadro se prestara a ningún otro género. ¿Cómo contar un cuento repleto de esperpentos, de personas ridículas, superficiales e ignorantes, sin caer en la caricatura ni en los argumentos de paja?

La idea quedó aparcada durante varios años, hasta que un día me topé con una noticia en la sección de sucesos de un periódico local. Se trataba del asesinato de una casera a manos de uno de sus inquilinos, una historia que me habría pasado inadvertida de no ser por la fotografía que acompañaba al artículo: en un vestido de andar por casa, oculta tras unas gafas de sol baratas de montura marrón, una mujer de entre sesenta y setenta años miraba a la cámara con una seriedad fúnebre. Me recordó de inmediato a mis abuelas y a sus vecinas, a todas esas mujeres, cada vez menos frecuentes, pero tan abundantes hace un par de décadas, que envejecían de repente a partir de los cincuenta, no tanto en su aspecto físico como en su modo de vestir, juzgar y comportarse. Pensé: «Esto fue la burbuja, esto y Urdangarín: el matrimonio infernal entre los Duques Empalmados y las Señoras Caseras». Y tan pronto como lo pensé, vi ante mí a Vicentito y a Roberta tomados de la mano, grotescos y avaros y, sin embargo, también, dignos de lástima.

Roberta no sería nunca muy elocuente, tendría siempre algo más de víctima que de verdugo, pero Vicentito sería parlanchín, porque necesitaría justificarse, defenderse de un mundo (la España posterior a la burbuja, que reniega de sus excesos sin entrar a averiguar sus causas profundas) que lo rechaza, condena y ridiculiza. En el proceso de narrar su versión de los hechos, Vicentito llegaría a verse a sí mismo del modo en que lo veía yo, y trascendería así ambos puntos de vista hacia un cuadro más complejo y fidedigno. Porque no se trataba tan solo de diagnosticar la avaricia o de extender la responsabilidad de la crisis a la población en general, sino de hallar las raíces del desajuste, de ahondar en esa imagen de España, para mí tan evidente, que nadie parecía incluir en sus novelas, y descubrir por qué se dio y por qué la seguimos silenciando.

El desprecio nos ata a aquello que despreciamos, porque nos fuerza a huir en la dirección contraria, determinando así nuestro comportamiento. Solo la comprensión (la narración de la cadena causal) nos permite superar el pasado, abandonar la huida e inventar, por fin, nuevos caminos.


eBook de Crónica 0,0 €
Tapa blanda 6,50 €

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