Eva y David, los protagonistas de Historia de amor en un agujero, se mudan a vivir al comienzo de esta narración a una fosa de cinco metros por cinco cavada en un parque de Madrid. No lo hacen por razones económicas, no parece que se trate de una necesidad ni de una protesta, ni vemos tampoco que nadie a su alrededor se halle en una situación similar. ¿No se dan cuenta de dónde viven? ¿No ven que el agujero es la causa de todas sus desgracias? Da la impresión de que el resto de personajes se encuentra siempre a punto de formular estas mismas preguntas, de querer sacudirlos y pedirles a gritos que se muden a un hogar «normal»; pero nunca llegan a hacerlo, como si en el último momento temieran cometer una indiscreción o como si, tras haber detectado que algo allí no terminaba de encajar, no lograran determinar de qué se trata.
El «agujero» del título no es un símbolo, porque yo no creo que la literatura consista en claves que deban ser interpretadas o descubiertas por el lector, en rompecabezas intelectuales para demostrar la agudeza de unos y de otros, sino en experiencias compartidas entre autores y lectores que nos permitan pensar nuestras ubicaciones respectivas en las amplias redes del valor y de la historia. La experiencia que he querido compartir con el «agujero» es al mismo tiempo evidente e invisible, cotidiana y excepcional: la sospecha, substanciada por cada uno de nuestros actos, de que vivimos a ciegas o entre tinieblas.
En el día a día, la profundidad de nuestra ignorancia permanece oculta, porque la labor de la conciencia, del «yo pensante», consiste precisamente en negarla, en atribuirse la agencia de nuestros actos y declarar que son, que somos, «racionales». ¿Por qué nos enamoramos de determinadas personas y no de otras? ¿Qué nos lleva a elegir nuestras profesiones, nuestras preferencias y actitudes, nuestros sueños? La mayor parte del tiempo procuramos no hacernos estas preguntas, pero si un amigo inquisitivo o un error nos fuerzan a la introspección, nos ponemos de inmediato a fabricar racionalizaciones, a establecer una cadena causal muy corta que vaya directamente desde nuestra voluntad a nuestros actos. «Yo lo quise así», declaramos, sin cuestionar en ningún momento el origen de ese «querer».
A estas alturas de la introducción debería haber quedado claro ya que, a pesar del título, el lector no se halla ante una novela romántica al uso. Permitidme dejar claro también que no se trata tampoco de una novela de misterio, que no habrá revelaciones finales que reintegren a Eva y David de vuelta al mundo «normal», «racional» del lector. Una crítica temprana dijo de esta novela: «No tiene sentido alguno». Se trata de un juicio exacto. Porque quien habla por boca de esta crítica es la razón misma, el yo consciente que construye el mundo como una red de motivos inteligibles, de relaciones directas entre la voluntad y la acción, de «razones». Y lo que afirma esta novelita es precisamente que todas nuestras razones son falsas, que lo que nos mueven son las causas (los patrones sin «yo») que las razones tienden a ocultar.
No, no hay una razón para que los protagonistas vivan en el agujero, como no hay una razón para que el lector haya escogido esta novela entre otras o para que decida ahora mismo continuar o abandonar su lectura. Hay causas que quizás conozcamos o quizás no, pero no razones. El agujero supone un modo literario (es decir, experiencial, no-teórico) de habitar junto a Eva y David esta penumbra, este ser intermedio entre la lucidez y la ignorancia, este estar siempre en las tinieblas y, sospechando la luz, buscarla a tientas de la mano de los otros. Más allá de «razones», de valor en valor, de persona en persona, a través de cada una de nuestras afinidades y alianzas, de las mil variaciones y nombres del amor.